Glorias abajo
El Wigmore Hall, en el corazón de Londres, es el templo máximo de la música de cámara en Europa. Imposible no mirar la llamativa semicúpula, entre simbolista y Arts and Crafts, que domina el escenario. La pintaron Gerald Moira y Lynn Jenkins en 1900, o sea, con el pie metido ya en la puerta del siglo descreído, pero sigue contando las cosas como no son. Arriba vemos una especie de gloria, un reino de luz, con un ser muy elevado, el alma de la música, y un sol anudado que representa el espíritu de la armonía enviando al mundo sus rayos. Abajo, del lado de acá de una valla de espinas, músicos postrados recogen esforzadamente en un papel los altos efluvios. Les ayudan Cupido y Psyché. A mí todo eso me parece equivocado y muy confuso. La música no llueve de arriba ni de ningún sitio, no preexiste al talento y al trabajo creativo del compositor y del intérprete. Arriba, en realidad, no hay nada. Me choca cómo pervive la geometría cristiana (gloria arriba, esfuerzo humano abajo) en este templo laico. ¡Qué largo el camino de la secularización! ¡Cientos de años de humanismo, de atrevimiento, de mirar al mundo cada vez más directamente, tratando de comprenderlo en lo que es yen 1900 aún andamos imaginando glorias salvíficas! Porque la alegoría de la cúpula del Wigmore Hall no es más que una variante de la historia de la salvación: hombres bajos y oscuros mirando arriba y dándose la gran currada en su aspiración de que les sea concedida la gracia.
Afortunadamente, diez metros más abajo, sobre el escenario del WH, las cosas ocurrían de otra manera. Cuatro seres muy humanos, los del Cuarteto Belcea, sin encomendarse a ningún espíritu y sin necesidad de postrarse a recoger nada, nos dieron hora y media de música excepcional. Alternaron Schubert (el Cuarteto D 87 y La Muerte y la Doncella) con otro compositor apasionado: Krzysztof Penderecki, de quien tocaron el Segundo cuarteto y estrenaron el Cuarto. El concierto se repite dos días después en el Auditorio Nacional de Madrid, porque la operación, encargo a Penderecki incluido, la coproduce nuestro Centro Nacional de Difusión Musical. Los Belcea son un ejemplo, quizá el más brillante, de la manera en que se expresan los cuartetos de cuerda de ahora: limpieza técnica absoluta, color homogéneo y un fraseo muy intenso que, pese a ser colectivo, tiene auténtico carácter personal. Oímos a cuatro fantásticos músicos pero quien se dirige a nosotros no es un grupo, sino una verdadera persona, con toda las aristas, micromatices e intenciones afiladas de que es capaz el habla de un individuo e incapaz la recitación de un coro.
[caption id="attachment_791" width="560"] Cuarteto Belcea[/caption]
Así es la música de cámara en su máximo nivel. Son cuatro y son uno: misterio chocante, ¡como el otro!, pero éste sí comprobable, al alcance de los oídos de todos. Tocada así, La Muerte y la Doncella parecía escrita la semana pasada. Uno casi esperaba que saliera a saludar Schubert, como salió Penderecki. Su Cuarto cuarteto está todavía incompleto, a falta de un movimiento final, pero es ya una obra maestra de sabiduría y un alud de emociones. Las mismas que, con aspecto muy diferente, oíamos en el Segundo, que es de hace 50 años. Les suele ocurrir a los artistas pasarse la vida buscando nuevos caminos y creando y explorando universos enteros para, sin embargo, no llegar a separarse nunca ni un palmo de su punto de partida. La poesía en su nivel superior suele decir de mil maneras distintas la misma cosa. El Cuarto de Penderecki y el Segundo son opuestos por fuera, pero contienen exactamente lo mismo: Krzysztof Penderecki, su forma inconfundible de oír la vida.