Entrecielo
Lo que me da escalofríos del pensamiento nacionalista no es la componente paleta, viva lo mío, sino la homicida, la sangre que churretea entera esa ideología. La carnicería acompaña al nacionalismo desde siempre. Desde los australopitecinos. Al principio, la manía fronteriza, lo que los etólogos llaman territorialidad, el instinto inclusivo-exclusivo,se sustanciaba en clanes o tribus. Luego llegaron las naciones, pero el mecanismo se mantuvo igual: tú sí, tú todavía también, pero tú ya no. Así se organizan las masas. Lo explica bien Elías Canetti: no hay forma de decir vosotros sois los míos sin añadir: y vosotros, sin embargo, no (¡con que ya os podéis ir preparando!). Nada de eso quiere decir que no esté bien amar a la familia y al terruño de uno. Todo lo contrario. El amor a lo propio es peligrosísimo, pero solo en política, donde viva lo nuestro es inseparable de muera lo vuestro. Acaba de escribir Fernando Savater en El País que «la modernización de la democracia [...] culminará cuando los estados se desliguen de las fidelidades nacionales y prioricen los derechos y deberes cívicos, volviéndose definitivamente laicos ante la religión nacionalista que sustituyó a las otras». ¡Ole! Es fuera de la política donde pueden brillar lo nacional, lo tribal y lo pequeño.
La idea de patria me da náuseas, pero el olor a tierra me emociona. No hay muchas músicas que me hagan llorar, pero la que siempre lo consigue es la de la Antología del Folklore del profesor García Matos. Aires locales, panderetas, botellas de anís.... o la voz sola del labrador cantando canciones de arada. Y yo, gua, gua, gua. Lo que me pasma de esta pulsión nacional mía...¡es que es internacional! Me emociona igual una isa canaria que un zorztiko vasco, un reel irlandés, el ritmo hipnótico de una kalimbista de Zimbabue o el bisbiseo de un chamán de Yakutia.
[caption id="attachment_892" width="560"] Portada de Terra, el último disco del Cuarteto Quiroga[/caption]
Y aún más me fascina que se hayan dejado fascinar por lo popular los compositores clásicos. Les ha pasado a casi todos, desde Haydn a Chopin o a Ligeti, pero, a algunos, más que a los demás: Bartók, Falla y otros. El Cuarteto Quiroga, que triunfa por el mundo tocando Haydn y Beethoven, acaba de publicar Terra, un disco delicioso, igual de exigente técnicamente que sus grabaciones anteriores, pero con más olor a tierra. O más bien a barro, como se ve en la foto. Tocan maravillosamente el Segundo de Bartók, el Primero de Ginastera y los Ocho tientos de Rodolfo Halffter, buenos ejemplos de lo que un gran compositor puede conseguir tras oír como suena la tierra.
Al disfrutar el disco, me acordé de Sofía Gubaidulina, la compositora que acaba de recibir el Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento. Ella se interesó mucho en su día por el folklore del Asia Central y formó un grupo para trabajar la improvisación con instrumentos populares, pero lo que me hizo pensar en ella al oír al Quiroga no fue la vertiente popular de su creatividad, sino la mística, que lo arroya todo y es lo único que en realidad le importa. Al oírle decir que su misión como compositora es «unir la tierra y el cielo», pensé en seguida en aquella escalera que soñó Jacob, que tenía un extremo apoyado en la tierra y el otro en el cielo y entre uno y otro subían y bajaban los ángeles. Pensaba en lo poco que me gustan tierra y cielo y lo mucho que me gusta la escalera. Alérgico al nacionalismo, ateo militante, me debería aburrir todo esto, y sin embargo me encanta el arte popular y el religioso. La síntesis, como tantas veces, me la explicó Arcángel cantando por bulerías de Cádiz: «Del entrecielo se escucha una voz...». El entrecielo es en realidad un toldo, pero a mí me divierte imaginarlo como una especie de entresuelo místico.