Hay lío en torno a la propuesta de reunir al Teatro Real y al de la Zarzuela en un solo organismo. Se alinean ideologías, se convocan huelgas, se difunden manifiestos con abajofirmantes ilustres y, como en todo debate de bajura, se retuercen las palabras.
¿Qué queremos decir con "hay que defender la zarzuela"? ¿Nos referimos al género zarzuela o al Teatro de la Zarzuela? Son causas muy distintas, pero en el debate se confunden. En cuanto a la defensa del género, el consenso es casi general. Vale la pena defender la zarzuela porque contiene docenas de títulos estupendos y unas cuantas obras maestras indiscutibles, lo que es más de lo que podemos decir de algunos otros géneros de la música en España. Fue, además, durante un siglo y pico, la única variedad significativa de teatro musical en lengua española, lo que la convierte en patrimonio valioso, no solo de los españoles, sino de toda la comunidad hispanohablante. La zarzuela no es inferior en calidad musical y teatral —pero sí en difusión— a la opereta en alemán o en inglés y las supera casi siempre en gracia y en interés de sus asuntos. Decimos "rey de opereta" o "coronel de opereta", refiriéndonos a personas que aparentan lo que no son y se muestran como personajes de guardarropía, falsos o acartonados, pero no diríamos nunca "mariscal de zarzuela" queriendo decir mariscal de pega. Los personajes de las zarzuelas buenas no son tan esquemáticos como los de las obras de Johann Strauss o de Gilbert y Sullivan. Además, la zarzuela clásica del XIX y el XX tiene magníficos antecedentes en los dos siglos anteriores. Se podría decir que el género lleva muerto 80 años en el sentido de que el público ya no pide zarzuelas nuevas, pero la verdad es que está vivo porque la gente sigue disfrutando de las clásicas, sobre todo cuando se presentan con dignidad de voces, orquesta y escena. Hay, además, dos valientes, Tomás Marco y Álvaro del Amo, que se han lanzado a la aventura de escribir una zarzuela nueva. Se titula Policías y ladrones y se estrena el mes que viene.
Pero, confundida con la bandera de la zarzuela, se levanta también la de la Zarzuela, el bonito teatro de la calle Jovellanos, una maravilla que posee Madrid. Son banderas respetables, pero distintas y no conviene mezclarlas. Además, en cuanto a la Zarzuela con mayúscula, hay que distinguir también entre la defensa del Teatro en sí —innecesaria porque no parece tener enemigos— y la de su estatus actual como unidad de producción del INAEM, dentro del Ministerio de Cultura. Muchos opinan que esta estructura, cien por cien pública, es mejor que la del Teatro Real, en la que tiene un peso mayor el patrocinio privado. Pero ¿mejor para qué o para quién? ¿Para el futuro de la zarzuela como género? No estoy seguro. Un teatro, sobre todo si lo estamos pagando entre todos, está obligado a reinventarse constantemente en busca de la mejor manera de cumplir su misión. Hay modelos de asociación de teatros de ópera y de opereta que se han demostrado eficaces, como el Bundestheater-Holding de Viena, que reúne a la Volksoper, el templo de la opereta, con la Staatsoper, el de la ópera. Otros, como la Opéra-Comique de Paris, mantienen su autonomía y buscan su futuro en una programación mixta, con mucho teatro y mucha ópera, digamos, no cómica. Que el Teatro de la Zarzuela, para cumplir la función con que nació, pueda disponer de los medios materiales, la proyección digital, la autonomía funcional y el prestigio internacional del Teatro Real me parece una idea que vale la pena considerar con calma y con seriedad. Harán falta garantías de que esa misión fundacional se persiga efectivamente y de que nadie resulte perjudicado, pero negarse a explorar siquiera esa posibilidad me parece un error y un ataque al género, por mucho que se alardee de defenderlo.