Cuenca: la música de los siglos
Me he venido a Cuenca, a la Semana de Música Religiosa, estando aún calientes las cenizas de Notre-Dame de París, Notre-Dame de la Musique, podríamos decir, porque de ahí venimos todos. Bach, Mozart, Mahler, Stravinski, Stockhausen, Steve Reich, Panisello y todos los que los disfrutamos somos hijos de la forma de componer —y de oír— de la Escuela de Notre-Dame y de Guillaume de Machaut, que escribió para esa catedral la primera misa conocida a cuatro voces. Ortega imaginaba las catedrales góticas como transatlánticos místicos e incluso las veía avanzar, "hendiendo las mieses con su ábside" y recortando sus arbotantes en el cielo como si fueran jarcias de un navío. En esa extraña naviera, la catedral de Notre-Dame se ocuparía, seguramente, de conectar siglos. Recuerdo las Arquitecturas de Machaut, una extraordinaria composición de José María Sánchez Verdú que trae al XXI la Messe de Nostre Dame, cumbre del XIV. Me acuerdo también del barítono Marcel Pérès, que no solo hace del gregoriano un asunto actual, sino que reúne en su canto intemporal y panmediterráneo toda la pluralidad de la cultura musical europea. En 2015 la catedral de Notre-Dame celebró su 850.º aniversario y, con ese motivo, se grabó el nombre de Marcel Pérès en una de sus campanas, que espero haya sobrevivido. Él estaba orgullosísimo.
A su manera, la Semana de Música Religiosa de Cuenca practica también la conexión entre siglos. Nunca, en sus 58 años de vida, ha dejado de reunir la música antigua con la actual, encargando siempre una partitura nueva a algún compositor. La música religiosa, entendida con la adecuada amplitud, es capaz de acoger todas las perspectivas, desde la actitud más devota hasta la más distante y agnóstica, por no decir atea. Recuerdo el bonito Eleison que se marcó Luis de Pablo hace unos años por encargo de la Semana: era un "ten piedad" abstracto, sin Kyrie, sin Señor. En esta ocasión el compositor encargado ha sido Fabián Panisello, que ha compuesto una magnífica obra para soprano y grupo sobre el poema El grano de mostaza del Maestro Eckhart, teólogo y poeta místico alemán del siglo XIII y XIV.
Meister Eckhart: Mystical Song constituye un tramo más de la línea que Panisello viene dibujando en sus últimas composiciones con voz: las canciones de Poe y de Gamoneda, las piezas teatrales El taller de la resurrección, El malentendido y Los reyes magos. Se mantiene en ellas un mismo vocabulario musical, cada vez más perfilado y más personal, y una forma de expresión cada vez más eficaz. Cascadas de notas, ascendentes y descendentes abren Meister Eckhart como telones que se corren y descorren reclamando al público. Una idea parecida puso Bartók al comienzo de su Mandarín maravilloso. Como diría el Maese Pedro de Cervantes/Falla: "Atención, señores, que comienzo". A partir de ese gesto inicial, la voz se ve subrayada, anunciada, prolongada o contradicha por una escritura instrumental viva, llena de nervio y de color, reducida casi siempre a la condición de línea, más o menos gruesa, capaz de entrelazarse con la voz. No es tanto una heterofonía como un abrazo multiforme, como el de las lianas que, al trepar por el tronco, lo ciñen, lo enmarcan y le añaden nuevas dimensiones. El grano de mostaza es un poema de intenso misticismo que, como es propio de este tipo de poesía, se regodea en la contradicción. Los conceptos se apelotonan, se retuercen y chocan entre sí produciendo bonitas chispas. La idea evangélica del principio y el verbo, que estaba con Dios y al mismo tiempo era Dios, se reconcentra aquí aún más: "el principio al principio engendra". Al mismo tiempo, la sintaxis se diluye y las ideas se yuxtaponen con una libertad que invita al lector a todo tipo de asociaciones. "Mi amado, las montañas" o, en este caso, "es aquí, allí / lejos, cerca / profundo, alto / es tal / que no es ni esto ni es aquello". No es de extrañar que casi todos los místicos de todas las religiones, incluido este Ekchart, sufrieran la ira de la autoridad. No falta en el maestro Eckhart la ironía, incluso sobre un tema que no parece propicio (¿o sí?), como es el misterio de la trinidad: "Los tres son uno. / ¿Sabes una cosa? No. / Solo él se sabe por completo". Viene después el elogio del desierto, patria de todo infinito, y el canto al abandono, al cese de todo, sin el cual no hay fusión mística que valga. Panisello acompaña, o rodea, este camino de iluminación poética recurriendo él también al choque de ideas musicales contrapuestas: la voz expone el contraste entre un canto melismático, el melodismo pausado de la nota contigua, podemos decir, y un bisbiseo rápido y murmurado, evocador de las devociones de banco de iglesia. Hay un tercer diseño vocal, de líneas rotas a base de grandes saltos, notas que se nos ofrecen tan aisladas como los conceptos del poema. Mientras tanto, la música en general suena también con alma disociada: por una parte, la armonía modal, familiar al oído, y por otra, la armonía recreada, que está también en el sonido de las cosas, pero más escondida y, por lo tanto, resulta menos familiar.
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Junto al estreno del encargo de la Semana, sonaron el Paisaje con arcoiris, obra de expresividad suave del austriaco Richard Dünser, y dos composiciones del ruso Alexander Radvilovich que no podían ser más distintas: L'éclat des ténèbres, una cantata sobre textos dadá de Tristan Tzara, y Shoah, un recordatorio instrumental del holocausto. Para ambos asuntos el compositor crea música precisa, imaginativa y muy característica: cinco estampas coloristas para Tzara y un gran arco cargado de expresión para el vértigo del horror. Todo ello fue interpretado brillantemente por el Plural Ensemble bajo la dirección de Nacho de Paz y con la participación de Anna Davidson, soprano de voz limpísima, emitida con naturalidad y precisión. En el circuito de la contemporánea abundan los directores de gesto seco y mínimo. De Paz no es uno de ellos. Al contrario: dota de contenido dramático a cada pulsación, cada entrada, cada mirada. No tengo preferencia por lo uno o por lo otro. Lo importante es que el gesto, austero o no, produzca efecto en los músicos y consiga el sonido que se busca, como fue el caso en este concierto.
Minutos antes del concierto del Plural terminó en la Sala 2 del Teatro Auditorio el de la soprano francesa Carole Sidney Louis, dueña de una voz profunda y poderosa, y la pianista Isabel Puente Méndez. En programa, los Poèmes pour Mi y los Chants de terre et de ciel de Olivier Messiaen sobre textos propios. Están dedicadas a su primera mujer, Claire Delbos (la tal Mi), y al hijo de ambos, Pascal, pero no por ser canciones de amor, marital y filial, dejan de ser Messiaen y tener, por lo tanto, asunto religioso. Creo que Messiaen no compuso nada (¿no vivió nada?) que no fuera a mayor gloria de Dios. Un chollo para Cuenca, que puede programar tranquilamente todo el catálogo de Messiaen. Pasa lo mismo con Bach que, por profanas o abstractas que sean muchas de sus composiciones, nos empeñamos en oírlas como trascendentes. Creo que con razón, porque la trascendencia tiene muchas caras, no necesariamente religiosas. Volviendo a Messiaen, los Poémes pour Mi tardaron apenas diez segundos en sonar a lo divino: "Le Ciel"¸son las primeras palabras que oímos cantadas, pero, antes incluso, el piano inaugura la obra con una docena de acordes que son en realidad chorros de color de vidriera. Aun pensando en su mujer, Messiaen no puede evitar imaginar el Cielo visto a través de un rosetón catedralicio. Mire él a donde mire, sus oyentes gozamos un mundo sonoro único, inconfundible e irresistible. El poderío preciso de Carole Sidney y el piano claro y brillante de Isabel Puente producen un Messiaen casi pregonado con toda la nitidez de color y la energía rítmica que requiere.
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El día anterior oímos una reconstrucción de La pasión según San Marcos, de la que nos ha llegado el libreto pero no la música. Es un proyecto ambiciosísimo para el Conductus Ensemble, que lo aborda desde su perspectiva mixta profesional/amateur. El tenor Christian Zender y el barítono Manfred Bittner se hicieron cargo respectivamente de los dos papeles principales: el del Evangelista, tan imposible como el de las otras dos pasiones, y el de Jesús, que canta rodeado del aura instrumental. La mitad de los miembros del coro intervinieron a solo, sea en los papeles breves o en las arias que cantaron Jone Martínez, Lucía Gómez, Gabriel Díaz, Ariel Hernández y Jesús García Aréjula. Siempre ilusiona oír La pasión de San Marcos, por la curiosidad sobre el criterio de reconstrucción y por ser música de Bach, aunque provenga de otras obras, pero también me decepciona siempre, porque no puedo deshacerme de la sensación de irrealidad. Sobre todo en los recitativos. Las arias y coros, a fin de cuentas, pueden tirar de la tradicional parodia y de la polivalencia de una música que, si se dispone con inteligencia, es capaz de agitarnos por igual esta emoción o esta otra, según sea el texto, pero el recitativo es otra cosa. Es casi una forma hablada en la que cada nota, cada giro, está pegado esencialmente a la sílaba para la que nació y a un contexto poético concreto. Ahí (es decir, en casi todo el papel de los dos solistas principales), la sensación de inadecuacón es para mí insuperable. La labor de Andoni Sierra, fundador y director del Conductus y autor de esta reconstrucción, es admirable, pero el resultado no acompaña.