Los últimos coletazos del Festival de Granada hicieron sonar música de mucho interés. En el Patio de los Mármoles del Hospital Real sonó el Cuarteto para el fin del tiempo, o de los tiempos, que de ambas maneras se le nombra, en una magnífica interpretación del Trío Arbós y el clarinetista José Luis Estellés. Minutos antes, se estrenó la obra que el festival le había encargado a Tomás Marco con la misma plantilla instrumental. La historia es conocida: Messiaen compuso y estrenó su cuarteto en un campo de concentración alemán, durante la II Guerra Mundial, y eligió estos instrumentos porque eran los que había allí. Tomás Marco dedica su obra a otro confinamiento, el que todos hemos sufrido en el último año y medio y aún sufrimos. Lleva el título de Musica in tempore viri, pero su relación con el asunto de la pandemia es más estructural que expresiva y no busca ninguna representación.
Lo mismo se puede decir, por cierto, del Cuarteto de Messiaen. Las circunstancias de su nacimiento son eso, circunstancias, y determinaron el instrumentario, pero el fin del tiempo de Messiaen no es histórico, sino bíblico, y no viene mediado por guardias nazis, sino por ángeles y profetas. Lo que suena es el Messiaen de siempre: ritmos de la India, figuraciones capicúa, cantos de pájaros, devociones, colores... lo mismo que componía antes y compondría después. Marco toma los cuatro instrumentos de Messiaen con un espíritu de exploración metódica que recuerda al de sus dúos y tríos concertantes de hace unas décadas. A lo largo de la obra, los instrumentos suenan en cuarteto y en los cuatro tríos, seis dúos y cuatro solos que son posibles.
Si la música de cámara es conversación, Marco actúa como un anfitrión cuidadoso, asegurándose de que cada conversador disponga de espacio propio y de un momento con cada uno de los demás. En los conjuntos, la música suena estacionaria y se agrega o, más bien, converge gravitacionalmente, en torno a una nota cada vez. Desde la perspectiva del oyente, el resultado son tres protoplanetas, tres notas vértica, que, en doble sucesión, dan estructura a la obra. En los cuatro solos —clarinete, violín, violonchelo y piano—, la escritura cambia de signo y da lugar a cadencias expresivas y virtuosísticas. Si el cuarteto de los tiempos es puro Messiaen, el de los virus es puro Marco: música clara, bien ordenada, inclinada a lo conceptual, pero con anclajes en lo material. Al gesto final, en el que el violonchelo lanza armónicos desde el planeta do, le sucedieron abundantes aplausos que el compositor agradeció desde el escenario.
Al día siguiente, en el Palacio de Carlos V, se presentó el surcoreano Seong-Jin Cho, un pianista chopiniano de primer nivel. Tocó los cuatro scherzos del polaco y la Humoreske de Schumann con sensibilidad, originalidad y elegancia. Sentado al piano, se produce sin aspavientos, como hacía Arthur Rubinstein, y le da a la música la proporción certera de matiz. Su sonido está siempre muy cuidado y puede ser potente cuando hace falta. En Gaspard de la nuit de Ravel, llenó de música Ondine y Le Gibet, las partes más delicadas y etéreas. En el movedizo Scarbo, encontró multitud de detalles interiores que no suelen ver la luz, pero fue menos eficaz en la síntesis, en la capacidad de llevar con claridad la pieza a algún sitio.
También en el Carlos V, actuó otra noche Arcángel, con su repertorio habitual, pero yendo a veces más allá en cuanto a fuerza y expresión. Su voz, limpia y conmovedora, demostró que el desgarro puede ser perfectamente interior y no es privativo de las voces rotas. Terminó saliéndose de la burbuja amplificada y dirigiéndose a pelo por fandangos a la inmensidad sin techo del palacio. Dani de Morón, como suele, veló la música con un chisporroteo de adornos, una celosía de sonidos extra que recuerdan a las mil notas supernumerarias con que Albéniz cubre el canto y que brillan como pinceladas impresionistas.
Da gusto, por otra parte, la finura con que jalean los Mellis. Sus palmas y coros, además de subir la temperatura, como es su obligación, llevan siempre dentro mucha música. En la percusión, Lito Manez sustituyó esta vez a Agustín Llasera, embolado del que salió airoso. Sin percusión, con el compás a cargo de Javi Peña y el gran Manuel Macano y con la guitarra limpia y disciplinada de Manuel Valencia, trajo a Granada sus bulerías desde Jerez la Macanita, una cantaora de garra a la que no benefició una amplificación oscura que le escondía la voz. El lugar, el Auditorio Municipal La Chumbera, en pleno Sacromonte, es asombroso. Detrás de los artistas, una cristalera total deja ver la noche cayendo sobre la ciudad entre dos montañas: la Alhambra a un lado y el Sacromonte al otro.