Tras peripecias varias (crisis económicas, crisis de teatros, defunción de festivales, truncamiento de programaciones), Tenorio, ópera con música y libreto de Tomás Marco, subió por fin a un escenario y no a cualquiera, sino al del Real, nuestro primer teatro.
Es verdad que solo pudo ocupar la corbata, porque tenía detrás los Maestros cantores, pero se le asignó un buen reparto, que es, a fin de cuentas, lo importante en una producción de ópera y es a lo que todo compositor aspira. Joan Martín-Royo (Tenorio), Adriana González (Doña Inés), Juan Antonio Sanabria (La Narración) y Juan Francisco Gatell (Don Luis) encabezaron un despliegue de talento vocal que no es frecuente en óperas actuales.
En papeles de menos peso, pero muy bien cantados, actuaron Lucía Caihuela (Doña Ana) y Sandra Ferrández (Lucía), además del madrigal —el Coro del programa Crescendo— que en Tenorio simultanea el cometido de coro comentador con la representación de personajes secundarios. En formación reducida, la Orquesta Titular estuvo a gran altura, igual que el maestro Santiago Serrate, un director preciso y capaz.
Mes y medio después del programa doble La voz humana de Poulenc y Erwartung de Schönberg, el estreno de Tenorio culmina una temporada de ópera contemporánea que ha subido a escena a La Regenta de Marisa Manchado, también en estreno absoluto, Lear de Aribert Reinmann, Pierrot Lunaire de Schönberg y La pasajera de Mczyeslav Weinberg, seis títulos de dieciséis. Seguramente le vendrán al Real años de vacas flacas, pero, en esta ocasión, de esclerosis del repertorio, nada.
Desde el preludio instrumental quedan establecidos dos planos sonoros que se reparten la ópera: el que hace avanzar la acción y el que se detiene a contemplarla. En eso, el planteamiento de Marco parece bien tradicional, pero no lo es, porque tanto las músicas andariegas como las contemplativas están realizadas de manera no convencional.
En Tenorio, Marco da un nuevo paso hacia una vocalidad inconfundible, que parece tener al pregón del fallesco Trujamán entre sus múltiples raíces, pero resulta radicalmente singular y propia. Es blanca por diatónica y, al mismo tiempo, oscura por su rechazo de toda funcionalidad tonal. Se distingue, también por su inteligibilidad obsesiva: el compositor dispone todas las sílabas tónicas en gestos melódico-rítmicos favorables.
En su vertiente narradora, que es la dominante en esta obra, la vocalidad marquiana se acerca al tradicional recitativo operístico, con sus fórmulas cadenciales repetitivas al final de cada frase. En los momentos de expansión expresiva, incluidos los poemas de Sor Juana Inés y de Quevedo, que Marco inserta en el libreto, es capaz de un lirismo de mucho efecto. La orquesta separa y enmarca las distintas secciones mediante interludios que aportan un contraste que compensa la densidad vocal de las escenas. Aportan, además, un comentario instrumental, abstracto, que eleva nuestra perspectiva sobre el drama y abre un espacio para la reflexión.
Desde Monteverdi para acá, la ópera viene llegando al espectador por dos carriles paralelos, el de la palabra y el de la música, sobre cuya prelación se ha debatido (y cantado) mucho. El gran desarrollo del arte de la puesta en escena ha añadido un tercer carril que ensancha la ópera y, como los otros dos, da pie a la controversia. El peso creciente de la dirección de escena permite renovar la programación de los teatros sin dejar de insistir en los títulos del repertorio, porque libreto, partitura y puesta en escena nos cuentan a menudo historias distintas. A veces conviven bien y a veces no, pero esa es otra cuestión. En todo caso, la música es la que determina el ritmo de la función y su curva dramática, porque en la partitura está inscrito a fuego el flujo del tiempo.
Me resultó chocante que la Agrupación Señor Serrano, responsable de la puesta en escena de Tenorio, decidiera interrumpir ese flujo, o invadir, podríamos decir, los otros dos carriles de la autovía operística, mandando parar la música unas cuantas veces con gritos de "¡Corten!", como en un rodaje, y haciéndola regresar a golpe de claqueta. No sé hasta qué punto estaría pactada con el autor esta alteración de la continuidad dramática que, desde luego, sirve para reforzar la idea escénica de Señor Serrano: un rodaje del Tenorio cuya acción desborda el plató para invadir camerinos, sets de vestuario y zonas de catering.
En realidad, la escena se desdobla en tres planos —teatro dentro del cine, dentro del vídeo— porque, a la vez que la función teatral y su rodaje, hay un equipo de vídeo grabándolo todo en plan "making of" y proyectándolo en tiempo real sobre una enorme pantalla. Ese tercer desdoblamiento está hecho con gracia y encuentra cruces ingeniosos con los otros planos de la historia. Me pareció lo mejor de la puesta en escena. Los protagonistas salieron más que airosos de una prueba actoral a la que, como cantantes, no están acostumbrados: primerísimos planos en directo.
Pero en esta producción hay una divergencia más profunda entre escena, libreto y música. La escena intenta explicar el personaje de Don Juan en cuanto ser humano y, si bien evita cargar las tintas, explicita el juicio, como en la panorámica en la que todas las mujeres del rodaje, una tras otra, en primer plano, miran a Don Juan mientras niegan con la cabeza. Por su parte, el libreto y la música pasan por encima del personaje y reflexionan sobre el mito intemporal de Don Juan.
Los mitos no son personas ni personajes, sino la formulación objetiva de realidades que existen dentro de nosotros. Plasmarlos en relatos artísticos nos ayuda a comprendernos, pero lanzarles juicios morales no procede. Es obvio que uno no debe comerse crudos a sus hijos, pero no se nos ocurriría condenar o defender a Cronos. En el Tenorio del Teatro Real vemos al personaje, pero oímos al mito y no sé si eso es una inconsistencia empobrecedora o un despliegue enriquecedor.