Si les digo la verdad, no sé por qué sigo leyéndome los libros de Vicente Luis Mora. Sus libros de poemas son espesos como llenarse la boca de arena, y altivos hasta el punto de creerse haber inventado cosas que ya hacían los latinos y que mejor que nadie resolvió Shakespeare. Va de buscador pero carece del entusiasmo, del empeño, de la luz en los ojos, de la humildad de los fracasos repetidos que caracterizan al buscador. Como poeta, Mora se comporta como un empresario texano y pistoludo que presume del oro que dan unas minas evidentemente baldías. Pero no se lo imagina uno arremangándose para ponerse a buscar ese oro que es emoción, que es verdad (o como prefería Pasolini, evidencia), que es, carajo, poesía sin etiquetas. Las etiquetas son una cosa que los críticos ponen (ponemos) a la poesía para mejor entenderse, conscientes siempre de su fragilidad. Pero Mora parece ponerle él esa etiqueta de antemano, con lo cual sus poemas son a la poesía como las lechugas iceberg a las hortalizas.



Como novelista, aún no he salido del asombro que me produjo la infantiloide Alba Cromm, una paja mental (en la que casi sobra lo de "mental") sobre una policía muy moderna contado de un modo supuestamente innovador y que es simplemente borroso, torpón, y peligroso: ¿pero qué tiene esta gente contra la literatura? Ojo, claro que hay que renovar, claro que hay que poner al día, claro que es imprescindible remover la herencia recibida, limpiarla de gusanos y presentarla como algo nuevo: pero para hacer eso con la tradición hay que conocerla, y nunca me ha dado la impresión de que Mora haya leído nada publicado antes de 1950.



Como ensayista, Mora suele partir de un conjunto de obviedades asentadas para, aplicándoles una carga de bibliografía más o menos abstrusa y gremial (cuánto tiempo ha perdido el pensamiento de este siglo mirándose a sí mismo) perderse por el camino y acabar concluyendo que el verde es azul o, más habitualmente, sin concluir nada. Como crítico, suele detenerse en los libros más pedantes y sinsustancia (a veces se equivoca, claro, y equivocándose, acierta; pero tan poco que no puede más que achacarse a la casualidad)... Sus elogios van para poetas funcionarios, personajes más o menos políticos con afición a escribir versos pero que sin sus contactos jamás merecerían atención alguna: verbigracia, el (no sé por qué) aparentemente intocable César Antonio Molina, un poeta sin ningún interés, emborronador de hallazgos ajenos, carente de cualquier originalidad, al que Mora dedicó un elogioso post en su blog el día 16 de diciembre de 2006 en el que calificaba la reunión de su obra poética de "lujo poético". A mí, la verdad, me parece de lo más verosímil que simplemente un poeta tan espeso y romo como Mora tenga como maestro a un mazacote similar.



Entonces, ¿por qué me sigo leyendo sus libros? Porque sigo atónito ante el hecho de que alguien así siga siendo considerado un crítico de referencia y un escritor con el que hay que contar. Entonces, digo, no será que soy yo el único tonto que no se entera de la genialidad. Por eso he leído El lectoespectador (Seix Barral), buscando iluminarme. Pero creo que ya paso de Vicente Luis Mora, no volveré a leerle. No puede ser cosa mía. Yo me entero de todo lo que dice, lo que ocurre es que no son más que simplezas emborronadas en citas y poses. Pensamiento para zombies, los mismos que creen que Fernández Mallo ha renovado algo con sus empanadas de nocilla mental, cuando lo único que ha renovado es la sensación de que la cultura de este país no tiene remedio.



El lectoespectador es una nueva empanada moriana (de Mora; el corrector de Word me lo cambia por "empanada soriana", especialidad gastronómica que admito desconocer), esta vez acerca del entorno generado por las redes sociales y la influencia de la imagen en la escritura. Seguro que han escuchado a Juan Luis Cebrián, tan convencido del fin de la prensa escrita desde hace años que acabará siendo él quien le ponga el último clavo en el ataúd. Mora escribe sobre estas cosas modernas con formas posmodernas pero espíritu absolutamente decimonónico, el mismo que ha guiado a generaciones y generaciones de profesores universitarios españoles a aplicar sus plantillas pseudoteóricas a cualquier cosa, independientemente de que tengan valor o no. A Mora le da igual lo que pasa alrededor, sólo le interesa aplastar la realidad, sea la que sea, con su bibliografía. ¿Qué saca en claro el lector de todo esto? Nada que no supiera, salvo la espeluznante certidumbre de que el crítico que es Vicente Luis Mora es incapaz de tener una visión global de su asunto, y, sobre todo, de tener una visión crítica. Mora es el notario de un bit. Ni más ni menos.



Una opción es tomarse este libro como un libro de humor. Entonces sí. Cuando intenta explicar que Madera de boj, de Cela, es un precedente de Facebook. O cuando discute a Bauman (Batman, según el corrector de Word; menudo día me está dando) con argumentos de Jordi Carrión, otro que tal baila. O cuando dedica varias páginas a explicar lo bueno que es poder poner un enlace a un vídeo en un blog.

Hay algunos libros de los que cita Mora que son imprescindibles para entender este tiempo nuestro. Pero se pierden entre los tostones de su bibliografía, y el hecho de que, tratando el tema que trata, no recurra ni de pasada a Agamben (sí a sus Ninfas, una novedad reciente en castellano, pero no a su Che cos'è un dispositivo, que parece esencial para su asunto) ni a Roberto Esposito, dejan a cualquier lector mínimamente informado perplejo ante la elección de sus abundantes fuentes, que de este modo parecen tan abundantes como azarosas.



Ahora, pasemos a la práctica.



A Jaime Rodríguez Z. (Lima, 1973) lo conocíamos sobre todo como el responsable (uno de ellos) de haber convertido una de las revistas literarias de referencia, Quimera, en un centón mediocre, pseudoposmoderno y plano plagado de erratas. Este segundo libro de poemas suyo, Canción de Vic Morrow (Trea) toma como referencia a un actor estadounidense que murió degollado por las aspas de un helicóptero mientras rodaba una escena de riesgo (no cabe duda) junto a dos niños que murieron en la misma escena. El libro, pues, repite el recurso de tomar un elemento de la llamada "cultura popular" para explorarlo con algo de bibliografía y otro poco de ombliguismo. Para salvar asunto tan complicado se requieren dos cosas: que la mirada del poeta sea capaz de ir más allá, consiguiendo que su tema sea apenas la excusa para ofrecer una visión del mundo que nos aporte algo, que nos haga cuestionarnos algo, que nos sirva, en definitiva, para conocernos o reconocernos; y/o hacer algo con el lenguaje que nos sirva para lo mismo (dos caras, vamos, de lo mismo).



Hay que tener mucho talento para elevarse sobre la banalidad con una voz propia, que nos diga algo sobre el mundo y sobre nosotros; y Jaime Rodríguez Z. o no lo tiene, o lo disimula muy bien. En la contracubierta de este libro dice Manuel Vilas (quien por cierto, sí tiene ese talento y esa voz propia, aunque empiece a autoimitarse): "un libro de poemas contundente, nuevo, ansioso y misterioso". Sinceramente, no me parece que sea ninguna de esas cosas. Es más bien blandito, requetevisto (no en Quevedo ni en Alberti, desde luego, pero sí en mil modernetes más o menos iletrados de esos que abundan hoy por nuestros pagos), aburrido y plano. Lo único que diferencia su ramplón uso del lenguaje de tantos y tantos libros de poemas autoeditados es lo redicho que es, y yo diría que eso no es una virtud. Pero estas son las cosas que alucinan a los vicentesluismoras del mundo. Lo peor es que como muchos acaben por pensar que son estos los libros que hablan de nuestro tiempo, acabarán por convertirlo en algo así: soso, plano, inculto, sin rastro de pasión. Una mierda, vamos. Y, por lo menos yo, me niego.