Supongo que la nota de solapa del último libro del poeta norteamericano Mark Strand (nacido en Canadá en 1934) será de autoría de la editora Deborah Garrison, cuya perspicacia agradece Strand en la nota final de este Almost Invisible (Knopf, 2012). Dice esa nota que los poemas de Strand son “como adivinanzas cuya respuesta se desvanece justo cuando parece al alcance de la mano”. Es la mejor definición que he leído de la sutileza que caracteriza la poesía de Strand. Una poesía cuya coordenada temporal es siempre extraña: sus poemas no ocurren en los grandes momentos sino en los instantes de transición entre dos de esos momentos. Eso sorprende a sus protagonistas en posturas extrañas a primera vista (un poco como las posturas de los cuadros de Balthus, cuyos personajes parecen igualmente siempre atrapados en el tránsito de una postura “normal” a otra), pero sin esa extrañeza.
No es raro que Strand sienta predilección por Hopper, pintor al que ha dedicado un libro (traducido al castellano por Juan Antonio Montiel y publicado por Lumen) en el que afirma: “Con frecuencia tengo la impresión de que lo que observo en los cuadros de Edward Hopper son escenas de mi propio pasado”. Esa es la atmósfera, esa transición. Si bien la diferencia de un cuadro de Strand y un poema de Hopper es que en los poemas de Strand siempre hay más gente: aunque en el encuadre aparezca sólo una figura, siempre hay otra que se supone, con la que se habla, a la que se evoca (como si diera la voz a los personajes de Hopper, en realidad). Ya sea el padre, ya sea una amante, la adivinanza de los poemas de Strand es siempre lo que va de una persona a otra, y esa es la respuesta a la que no llegamos nunca. No en vano en unos versos afirma Strand que nuestra obra maestra es la vida privada.
De Almost invisible, que es un conjunto de pequeñas prosas, conocíamos de antemano en castellano más de la mitad, incluidas en la antología de Strand Nada ocurra, traducida por Beverly Pérez Rego y publicada en Venezuela por la siempre atenta bid & co. En ellas Strand continúa ese elogio de la vida privada, entretejido siempre con un ansia de intensidad. Traduzco una de las prosas no incluidas en Nada ocurra, la titulada “Eternidad provisional”:
Un hombre y una mujer están en la cama. “Una vez más”, dijo él, “una vez más”. “¿Por qué dices eso todo el rato?, dijo ella. “Porque no quiero que acabe nunca”, dijo él. “¿Qué es lo que no quieres que acabe?”, dijo ella. “Esto”, dijo él, “este nunca querer que acabe”.
¿Y por qué ahora un libro de prosas? Lo que diferencia a este libro de otros de Strand es una mayor relajación sintáctica (supuestamente propia del género), y un intento de evitar la moraleja (que nunca ha sido, de hecho, una constante en Strand), de dejar que se diluya dentro del propio poema. Es como si hubiera querido cambiar de formato para descansar el músculo poético, para observar cómo sus recursos se mueven en un ámbito ligeramente distinto, pues lo puesto en juego es, en esencia, lo mismo que en el resto de sus libros.
Este libro aparecerá próximamente en castellano en la editorial Visor, que ya publicó, en traducción de Dámaso López García, Tormenta de uno y Hombre y camello. Teníamos además, en España, dos antologías, una preparada por Julián Jiménez Heffernan (Aliento, Las cuatro estaciones) y otra por Eduardo Chirinos, Sólo una canción (Pre-Textos), con algunas opciones de traducción algo discutibles (hay poemas que traducen ambos y parecen distintos en cada versión). Así que pronto podrán leer este libro en castellano. Termino copiando uno de mis poemas favoritos de Strand, el que da título a “Hombre y camello”:
La víspera de mi cuarenta cumpleaños
estaba sentado en el porche fumando
cuando, de forma inesperada,
aparecieron un hombre y un camello.
Al principio, ninguno dejó escapar ningún sonido,
al principio, pero mientras vagaban calle adelante
hacia las afueras de la ciudad empezaron a cantar.
Lo que cantaban, sin embargo, sigue siendo un misterio para mí:
las voces eran confusas y la melodía
era demasiado recargada como para recordarla. Se fueron
al desierto, y al andar las voces
se elevaban al unísono sobre el sonido de criba
de la arena que traía el viento. La maravilla de su canto,
la mezcla imprecisa de hombre y camello, parecía
una imagen ideal de todas las parejas poco comunes.
¿Era ésta la noche que había estado esperando
durante tanto tiempo? Quería creer que sí,
pero, justo cuando desaparecían, el hombre
y el camello dejaron de cantar y regresaron
al galope a la ciudad. Se detuvieron ante el porche
,
se me quedaron mirando con sus ojillos brillantes y dijeron:
“Lo has estropeado. Lo has estropeado para siempre”.
La vida privada como obra maestra
7 mayo, 2012
02:00