Rima interna por Martín López-Vega

Tres poemas de Marin Sorescu

19 noviembre, 2012 01:00

Tras la gran antología de Czeslaw Milosz que, en traducción de Xavier Farré, publicó el año pasado Galaxia Gutenberg, y las poesías completas de Zbigniew Herbert (Lumen) y Vasko Popa (Vaso Roto) que se anuncian para los próximos meses, la edición española de poesía casi habrá puesto en hora su reloj con lo mejor de la poesía universal del siglo XX. Quedan aún algunas lagunas, desde luego: por citar tres de las más evidentes, Joseph Brodsky, Miroslav Holub o Marin Sorescu (pese a los empeños de Omar Lara) merecerían algo más que una antología.

Marin Sorescu (1936-1996) es uno de los poetas rumanos esenciales del pasado siglo y uno de los nombres de referencia de la poesía europea. Por su hondura, por su desengañada autoironía, merece un lugar de honor de ese panteón. Los tres poemas que presento a continuación son sólo una breve muestra de su caudal que incluye, además, una obra magna, La Lilieci, un poema narrativo en seis volúmenes que es un intento de dar una vida paralela, mejor entendida, en hondura, del mundo rural rumano.

Adán

Aunque estaba en el Paraíso,
Adán caminaba por los senderos
preocupado y triste,
ignorante de cuanto se estaba perdiendo.

Después Dios fue y creó a Eva
a partir de una de las costillas de Adán.
Y al primer hombre le gustó tanto este milagro
que lo primero que hizo
fue tocarse la costilla adyacente,
y sintió un delicado hormigueo en sus dedos
al tocar aquellos pechos firmes
y aquellas dulces caderas
tan iguales a los contornos de la música.
Una nueva Eva surgió frente a él.
Había encontrado un espejo
y se estaba pintando los labios.
"¡Esto es vida!", dijo Adán,
y creó una Eva más.

Y cada vez que la Eva oficial
se daba la vuelta
o iba al mercado a por oro, incienso y mirra,
Adán creaba una nueva odalisca
de su harén intercostal.

Pero Dios se fijó en seguida
en la desordenada creatividad de Adán.
Le envió una citación, le puso una denuncia divina,
y le expulsó del Paraíso
por surrealista.

Contabilidad

Llega un momento
en que debemos trazar bajo nosotros
una línea negra
y echar las cuentas.

Instantes en los que pudimos haber sido felices,
instantes en los que pudimos haber sido bellos,
instantes en los que pudimos haber sido geniales.
Nos encontramos con montes, árboles, aguas
(¿qué habrá sido de ellos? ¿Vivirán aún?)
que suman un futuro luminoso
ya pasado.

Una mujer que amamos
y esa misma mujer que no nos amó
suman cero.
Una temporada de estudios es igual
a varios millones de palabras inservibles
cuya sabiduría se ha borrado poco a poco.

Y, por fin, una vez que tuvimos suerte
y otra igual (¿de dónde habrá salido?)
suman dos (anotamos una y la otra la guardamos,
no sea que vaya a haber otra vida).

Shakespeare

Shakespeare creó el mundo en siete días.
El primer día creó el cielo, los montes, los abismos del alma.
El segundo creó los ríos, los mares, los océanos y los demás sentimientos.
Y se los entregó a Hamlet, Julio César, Cleopatra y Ofelia, a Otelo y a los demás
para que los dominasen junto a sus sucesores por los siglos de los siglos.

El tercer día reunió a todos los hombres y les enseñó los sabores:
el sabor de la felicidad, el del amor, el de la desesperación,
el de los celos, el sabor de la gloria.
Entonces llegaron unos individuos que se habían retrasado.
El creador les acarició la cabeza compasivamente:
solo quedaba libre el puesto de crítico literario y deberían negar su obra.

El cuarto y el quinto día los reservó a la risa.
Liberó a los payasos para que hicieran sus muecas
y dejó que reyes, emperadores y otros infelices se divirtieran.

El sexto día lo dedicó a problemas administrativos:
desencadenó una tormenta,
enseñó al rey Lear como vestir su corona de paja.
Con unas sobras del Génesis creó a Ricardo III.

El séptimo día echó un vistazo por si quedaba algo pendiente.
Los directores de teatro ya habían llenado la tierra de carteles.
Shakespeare pensó que tras tanto esfuerzo
también él se merecía ver un buen espectáculo.
Pero estaba tan agotado que antes de eso
se fue a morir un poco.

Image: Elvira Lindo

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