Leí los primeros poemas de Lêdo Ivo allá por 1996, cuando yo era erasmus en Portugal. En uno de los números del Jornal de letras aparecían unos poemas de aquel poeta brasileño del que nunca había oído hablar y me gustaron tanto que los traduje en seguida para un número de Reloj de arena, la revista de la tertulia Óliver que por entonces coordinaba junto a Javier Almuzara. Así que cuando quince años después Jeannette L. Clariond me preguntó que si me apetecería traducir un par de libros de Lêdo Ivo para Vaso Roto ni lo dudé: en realidad, llevaba esos quince años esperando la oportunidad. Lêdo ha sido un poeta brasileño, pero también francés y español; sin la huella de nuestro barroco su poesía hubiera sido diferente. Pocos poetas han entendido como él que ser popular y ser culto no son cosas diferentes, y que lo fundamental es distinguir lo esencial de lo accesorio, el alma de las cosas de sus adornos. Su Maceió natal, paisaje frecuente de sus poemas, es una tierra tan mítica como Comala o Macondo. Su cosmopolitismo fue inteligente, el de quien no tiene miedo a reírse de las cosas absurdas ajenas. Fue hondo e irónico, procaz y leve: fue vital. Todo cabe en su poesía, que es una máquina de conferir eternidad a las cosas pasajeras. Todo lo que él tocaba ganaba una segunda vida, en un segundo espacio. La madrugada del sábado al domingo fue su última madrugada. Llegó por fin (y fue en Sevilla) a la aurora que titula su próximo libro, inédito aún y que se publicará antes en España que en Brasil, como ocurrió ya con Calima, que apareció hace ya dos años en Vaso Roto ediciones y que en Brasil aún no se ha publicado. A Lêdo le gustaba esto, creo. Se encontraba muy a gusto en España y venía cada poco. Estuve con él el miércoles, le regalé la biografía de Denise Levertov, una poeta que a él le gustaba mucho, que acaba de publicar Dana Greene. “Qué beleza”, dijo, y comenzó a contar anécdotas, como siempre, divertido, irónico. Íbamos a vernos de nuevo esta semana, pasaría a verme por la librería. Pero se adelantó la Aurora. Le recuerdo en muchas situaciones, siempre riendo, contando chistes en los que salía la reina de Inglaterra sin ropa interior o recitando de memoria versos ajenos. No le recuerdo una mala palabra para nadie, un mal gesto. Pero me acuerdo ahora sobre todo de una mañana en la Residencia de Estudiantes, junto al poeta Luis Muñoz, viendo los libros que habían sido de Cernuda. Lêdo tomó un tomo de Antonio Machado y nos leyó en voz alta “A un olmo seco”. Ahora, siempre que recuerdo ese poema lo escucho en su voz. Aurora, así quiso llamar al que será su último libro, inédito aún, tenía algo de testamento. Un testamento vital de un hombre vital: más que un adiós es un ¡Ábrete, Sésamo! Dejo aquí la traducción de un par de esos últimos poemas, como homenaje de este lector que tuvo la fortuna de recibir de cuando en cuando en su correo los poemas recién hechos de uno de sus poetas favoritos. “La musa no quiere dejarme en paz”, me decía. Sabía bien lo que hacía; él era de los pocos que podrían hacerla inmortal.

AURORA

Al romper la aurora todo es epifanía. Y mi vida entera en mí vive el instante de luz y de alegría y el sol indispensable viene a clarear mi día. Poco importa lo que traigan las horas traicioneras que están a mi espera apostadas en el horizonte. En esta aurora radiante ya sé que la oscuridad venida del cielo celoso se posará en mi suelo y la bruja insaciable emergerá de la tiniebla trayendo para mí la sábana siniestra que apaga para siempre la luz de cualquier sol. Mas poco importa todo esto. Llego de la sombra, del misterio de la noche, y escucho jubiloso la voz innumerable de la promesa del día. ¡Sin embargo, sin embargo! Estoy naciendo ahora -naciendo de mí mismo- al mundo luminoso de una aurora perpetua. Y traigo la claridad que me permite ver la materia del mundo. Y todo es epifanía.

SERENATA

Ha llegado mi hora. Partiré sin demora. Me voy pues la noche anuncia ya la aurora. Voy diciendo adiós a todo y diciendo adiós a nada, al seno desnudo, al viento y a la llave oxidada. Y digo adiós a la vida y a mi propia suerte mientras se despliega el estandarte de la muerte. Y digo también adiós a la gaviota posada sobre el semáforo y a la barca averiada. Es la hora de la partida. Marcho sin llevar nada al fin de la madrugada, en la aurora amanecida.