Rima interna por Martín López-Vega

El club de los poetas muertos

10 febrero, 2014 12:49

Están las páginas de poesía en español que parecen la página de esquelas. Por aquí y por allá se copian versos de Juan Gelman, de José Emilio Pacheco (ambos en la foto), de Félix Grande, de Fernando Ortiz. Son sólo los cuatro últimos de unos meses negros. No ha hablado uno aquí por extenso de ellos precisamente por eso, por no convertir esta página en una esquela permanente, y porque ya bastante se les ha elogiado por doquier. Hay quien critica la afición necrológica de hablar de los recién idos sin ceñirse a su obra, recordando anécdotas más o menos banales. Yo entiendo esa costumbre, porque reconforta; es como tocar su memoria para decir: sigue aquí. Con aquellos a quienes no conocimos pueden bastarnos unos versos; con quienes compartimos un rato, por breve que fuera, parece que necesitemos cerciorarnos de que de veras ese rato no nos abandonará, no mientras estemos aquí.

Creo que una vez hablé por teléfono con José Emilio Pacheco. Estábamos en la Santa Barbara de California y surgió su nombre. Resultó que en el corrillo había alguien que era amiga suya y, ni corta ni perezosa, le llamó para que le dijéramos cuánto le admirábamos. No sé quiénes de los que allí estábamos (Xuan Bello, Silvia Ugidos, José Luis García Martín, entre otros) llegamos a balbucear al teléfono eso, que le admirábamos, pero claro, esas no son formas de mantener una conversación, así que no fue mucho más allá. Fue un poco como el día que a él se le cayeron los pantalones cuando iba a recibir el Cervantes. No era plan, pongamos, de ponerse a recitar los muchos versos suyos que uno de aquella sabía ya de memoria. Por boca de José Emilio Pacheco habla una especie de conciencia moral a un tiempo de la historia y de la cotidianidad. Su poesía parece la que siempre sabe lo que hay que hacer (o, al menos, lo que habría que haber hecho) aunque en el fondo, como toda gran poesía, siempre está hecha a base de dudas.

A Juan Gelman lo vi un par de veces. Una en la Residencia de Estudiantes, aunque con poca interacción. Se me dan mal los grupos con poetas famosos, porque soy malo compitiendo por la atención ajena y en esos casos soy más de escuchar que de hablar. Nos vimos otra vez en Cracovia, el verano pasado, durante el festival Milosz. Él vino a mi lectura y yo no dejaba de pensar que seguro que tenía algo mejor que hacer que escucharme a mí. Luego, además de presentar la traducción de su poesía al polaco en el Instituto Cervantes, participó en una mesa redonda sobre el dolor con Adam Zagajewski, Michael Krüger y otros y, aunque fue el que menos habló (y casi ni habló, tan en voz baja) fue el que más dijo. Parecía tomar distancia con todo, salvo cuando hablaba de su propia poesía: ni una errata en eso. Pero esto es una impresión pasajera. Lo que nos dejan sus libros es una sensibilidad multidireccional, esa capacidad maravillosa de inventar una palabra cada vez que la necesitaba y resultaba que no estaba en el diccionario. Lúdico y hondo: como todos quisiéramos ser. Gelman sabía que no, que no todo está dicho; ¿cómo va a estar todo dicho, si ni siquiera está todo nombrado?

Coincidí alguna vez con Félix Grande, pero creo que nunca cruzamos más de dos palabras. Me dan mucha envidia todos los que le querían tanto y le agradecen tantas cosas, porque es uno de esos casos en los que uno está seguro de que la timidez le ha privado de algo grande (y no es un chiste). Y nunca con Fernando Ortiz. Pero ahí nos quedan los libros de los dos, tan distintos: tan a punto de cantar siempre el primero, tan con apariencia de charla intrascendente el otro. Y sin embargo, ambos buscando lo mismo, hacer que las venas sonasen con música de destino.

 Aquí tenían estos amigos o los otros. Ahora ya sólo son parte del club de los poetas muertos, esos dedicados veinticuatro horas a inspirarnos a los vivos para que seamos capaces de tener una vida más rica, más alta, más honda, más extensa. 

Image: Shakespeare y el embrujo de la antigua Roma

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