El reloj de Javier Almuzara
Javier Almuzara (Oviedo, 1969) incluía en su libro Por la secreta escala (publicado por Renacimiento en 1994) un remedo de una afirmación de Gabriel Ferrater a modo de poética: “Creo que todo poema debería ser preciso, esencial, rotundo y breve; es decir, en una palabra, memorable”. Cuatro años antes había debutado con la colección de tankas El sueño de una sombra, pero tanto las tankas de ese primer libro como los haikus incluidos en el segundo eran engañosos. Pese a su forma orientalizante,lo que buscaban no era la sensitividad de la poesía oriental, sino la rotundidad y contundencia del epigrama latino, del epitafio griego. Almuzara no quiere escribir ningún verso que no pudiera estar escrito en mármol.
Tal elección (como cualquier elección) tiene sus riesgos. El principal: querer sonar a antiguo y sólo sonar a viejo. Lo que Javier Almuzara rescata de la poesía contemporánea es sólo lo que parece poesía antigua. Ni una sombra de lectura de, pongamos, Ashbery, Milosz, Brodsky, Salamun, cualquiera de los nombres que son esenciales para la mayoría de los poetas con el reloj de la tradición en hora y en marcha.Sin embargo, como siempre, lo que salva o hunde a un poeta es, sobre todo, su talento, y Almuzara ha sido afortunado en ese reparto.
Quede claro (Renacimiento) recoge, con prólogo de Miguel d’Ors, una centena de los poemas que Almuzara ha ido cincelando desde aquel inicial El sueño de una sombra hasta el que era su último libro hasta el momento, Constantes vitales (Visor, 2004). Incluye, además, una selección de un libro en preparación, titulado Siempre y cuando, selección que es mayor que muchos libros enteros: cuarenta poemas.
Hay algunos temas que son constantes en la poesía de Almuzara: la muerte, sobre todo, y los tópicos que suscita, del carpe diem al ubi sunt pasando por el semen retentum... de la ironía. Por la secreta escala era un híbrido entre el epitafio griego y lapoesía de la experiencia: allí convivían estampas familiares con la naif remembranza de los primeros amores, siempre con la guadaña de la muerte escribiendo el último verso del poema. En Constantes vitales convivían poemas memorables como “Las palabras precisas”, que deberían bastar para que su nombre cuente siempre donde tenga que contar, junto a algún que otro poema que se queda en chiste malillo y dieciochesco, que pretende dar contraste a los poemas “grandes” del libro y que sin embargo acaba conviviendo con ellos un poco como el agua con el aceite. Uno preferiría que Almuzara tuviera algún tema más allá de la eternidad, pero cada uno escribe como quiere, no como le digan los demás que escriba, así que nos quedamos con lo que hace, que no es poco.
Ese sentido del humor un poco entregado al juego de palabras se repite en los poemas nuevos, y sigue uno sin estar seguro de que funcione (“Lector, yo no soy digno/ de que entres en mis versos, / pero una ojeada tuya / bastará a reanimarlos”), aunque a veces lleguen a tener su gracia, como en este breve epitafio:“Aquí no están mis restos / sino mis sobras. / El resto son mis obras”. Aunque especialmente, como decía, en el contexto de los otros poemas, suele resultar disonante. Sobresalen más los mínimos apuntes paisajísticos como “Atardecer en Syros”: “Luz y silencio. / He venido a encontrarme / con lo que llevo dentro”, y sonetos que consiguen ser algo más que un ejercicio pasado de moda:
UNOS VERSOS REMOTOS
Vivió un tiempo en un tiempo ya.
Su mundo es árida, erudita escoria.
Sus dioses están muertos, y en la gloria
del verso aún canta todo lo perdido.
Amó la proporción y la belleza
que dan sentido y forma a cada cosa.
Y dio en el corazón que no reposa
apuntando certero a la cabeza.
Quien puso el pensamiento y la medida,
geometría hecha luz como el diamante,
perdura en verbo y alma a su partida.
Mi destino es el suyo: llegar vivo
al lejano lector que en este instante
lee el remoto poema que ahora escribo.
No es la de Javier Almuzara poesía para todos los paladares; su reloj no siempre está en hora. Pero muchas más veces de las que estamos acostumbrados su reloj da la misma hora que Horacio, que la Antología Palatina, que Omar Jayyam; y qué música la de ese tiempo que es nuestro y de nadie.