Sabemos que la verdad, en literatura, no es menos una convención que en la vida y, sin embargo, ante la lectura de ciertos libros nos parece tenerla entre las manos como un ser vivo y temeroso. Y hay verdad (de la de esa especie) en el hermosísimo, emocionante, hondo libro de Hasier Larretxea (Arraioz, Navarra, 1982) titulado Niebla fronteriza, recién salido de las prensas de El Gaviero. Larretxea había publicado, antes de este, dos libros en euskera, y ahora ha escrito Niebla fronteriza directamente en castellano. La lengua sigue siendo, sin embargo, una preocupación fundamental en este libro que es un ejercicio de memoria, a base de reconstruir, superpuestas, las imágenes de los mismos lugares en las diferentes etapas de la vida, por más que la infancia acabe teniendo más peso que las otras. “Escribir, siempre, a través del paisaje”, se propone el poeta; y ese paisaje se vuelve memoria hecha de palabras repetidas, olvidadas, difíciles, de recuerdos confusos y certeros, de preguntas que no se cierran jamás: “El origen es una herida que nunca cierra”. Una poesía atenta a escuchar en el silencio, capaz de escuchar aquello que no habla: “El aire nos revela todo lo que no puede el presente”.

Niebla fronteriza se divide en dos secciones; “Niebla” y “Fronteriza”. En la primera parte abundan más los poemas en prosa y en la segunda los poemas en verso; la primera es más reflexiva, más memoriosa, y la segunda más intuitiva, más lírica también. En este libro respira la familia, la memoria colectiva (sin obviar zulos e idiomas), la dureza de la vida de las generaciones anteriores (la abuela que no sabía besar)... Niebla fronteriza es un libro honesto, inteligente, lleno de hondura y habilidad en la disección de los asuntos más delicados. Le dan ganas a uno de decir que queremos ya más libros de su autor. Pero este nos durará aún mucho, mucho tiempo, mientras crece con cada lectura y con él, nosotros.

 

Para cuando volvamos al paisaje húmedo

que se esconde tras la neblina

los rostros alejados hallarán

a quien descansa en las rocas resbaladizas del puerto

y no consigue liberarse de la familiaridad disonante

de las campanas de la muerte.

 

Las ilusiones son crucificadas en el plumaje

del cisne blanco y sus alas heridas

al tropezar con la duda

del destierro en espacios difuminados

por la ceguera de las luces de los faros

en la redondez de vida.

 

Los copos de nieve no absorben

la indecisión del empeine.

 

Siempre quedará suspendido algún

guiño en las despedidas amortizadas

por los desvíos regionales.

 

A las miradas surcadas por el rencor

siempre les quedará ondear la culpabilidad.

 

En nuestro paso, los restos de las huellas

que se borraron sin incinerar.

 

El compás del cancionero de los pájaros

dejó de secundar el dictamen

del pensamiento intransigente.

 

En el atardecer se acuestan

los afluentes espumosos de los sueños.

El amanecer no encuentra sus propias manos

con las que acariciarle a la vida sin féretro,

acunar las miradas sin significado.

Nada más que cementerios ensanchados

a la medida de nuestro temperamento celestial.