Rima interna por Martín López-Vega

La última manzana de Alejandro Fernández-Osorio

11 mayo, 2015 11:09

Magaya (Impronta), tercer poemario de Alejandro Fernández-Osorio (Villayana, Asturias, 1984) es una de vuelta de tuerca a uno de los tópicos más habituales de la poesía reciente en lengua asturiana, lo rural y su desaparición.

En Magaya (edición bilingüe asturiano-castellano) la mirada de Fernández-Osorio se acerca a la de Seamus Heaney en Muerte de un naturalista: tal vez la muerte de una forma de vida sea inevitable, pero el intento del poeta no debe ser firmar su certificado de defunción, sino salvar lo que se pueda, mientras se pueda.

Fernández-Osorio tampoco quiere asumir un papel que no es ya el suyo. No habla como campesino, que ya no lo es, sino como alguien que sin pertenecer ya a ese mundo siente su llamada y la necesidad de volver a él como se vuelve al jardín del paraíso. Por eso comienza este libro de poemas en prosa con un viaje que será familiar a muchos: el viaje en Alsa de Madrid a su región de origen, en esta caso a Asturias, para reencontrarse con sus orígenes.

El libro plantea al comienzo el conflicto entre la modernidad y la tradición pero enseguida se centra en catalogar, en salvar, en poner por escrito lo que antes ha pasado de palabra hablada en palabra hablada y de generación en generación.

Magaya es la palabra asturiana que define la masa de la manzana después de haber sido triturada, antes de ser exprimida, cuando aún reúne en sí lo aprovechable y lo desechable, lo que será la sidra y lo que sólo será un puré ya sin gracia. El poeta repasa el proceso de fabricación de la sidra paso a paso, subrayando sobre todo lo que tiene de trabajo y esfuerzo, desde el primer gesto de agacharse o cargar con la carretilla. Las imágenes de ese esfuerzo están por doquier: los sacos apoyados contra una tapia son, por ejemplo, comparados a cuerpos con hernias.

Nos ponemos a ello y agacharse es la primera condición. Lo

veo esmerarse como si quedara carbón, quedara un porqué.

Va posándolas sobre el saco. Yo me agacho por vergüenza y

cojo todas las que me caben en una mano. Miro como lo hace.

¿Éstas las cojo?, le pregunto. Claro, dice. Da gusto rozar la

hierba con los nudillos; está todavía mojada de la noche por

ese helar que espanta los bichos y hace un desierto a la manera

del norte, sobre la vida, no debajo de ella.

Al final del libro, el poeta cita a Hannah Arendt para recordar que cuando a ella le preguntaron qué quedaba de aquella persona y aquel pueblo que habían sido antes de convertirse en otra cosa irreconocible, respondió: la lengua materna. Aquí la lengua materna es el asturiano, pero es también el olor de la hierba mojada y el perro que se acerca a olisquear las manzanas. Todas esas cosas que forman el verdadero idioma.

Muchos riesgos hay al componer un libro como el de Fernández-Osorio; tópicos como el enfrentamiento entre lo que es moderno (esas naves junto al río, por ejemplo) o una cierta feminización de la naturaleza son temas delicados en los que a menudo subyace más de lo que se dice y que pueden malograr un poema. Fernández-Osorio siempre los trata con la delicadeza necesaria y evita meterse en charcos innecesarios. Un hermoso uso del idioma, una sensibilidad poética alérgica a lo “poético”, y una voluntad sincera de reconstrucción de un mundo que está a punto de ya no ser conforman un libro hermoso y trascendente.

Image: La novela negra de Juana Salabert

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