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La librería La Central cumple veinte años. Recuerdo cuando en 1997 fui a Barcelona a presentar La emboscada, el primer libro que publiqué con la editorial DVD de Sergio Gaspar. José Ángel Cilleruelo me sacó un día de paseo y me llevó a La Central de la calle Mallorca. Salí de allí conmocionado: la sección de poesía, en la que había encontrado libros en portugués, en italiano, en inglés, en francés… no sólo era la mejor que había visto en ninguna librería del mundo de las que había visto hasta entonces -sigue siéndolo-, era más que eso: era como si la hubiera soñado. Que con los años yo acabara responsabilizándome de esa sección lo guardo como uno de los momentos felices de mi vida afortunada.
Casi una década después La Central se fue a Madrid, y fui uno de los que echamos a andar la librería del museo Reina Sofía. Me costó acostumbrarme a la confianza de los “jefes”, Antonio Ramírez y Marta Ramoneda: me parecía muy raro trabajar de aquella manera, con una libertad casi absoluta, era como montar tu propia librería con dinero ajeno. Uno decidía los libros que se exponían, los que iban al escaparate, los que se recomendaban o se devolvían. Es lo que hace que cada Central sea una librería, y no parte de una cadena de librerías. Importa mucho quien trabaja en ellas, lo que sabe de los libros. Aprendí mucho de arte en aquellos años; Carmen siempre me avisaba cuando llegaba algún libro en el que parecía que había algún poema mío y Julia resumía la obra de los artistas con gestos que eran como de cuadro de Balthus, a medio camino entre una postura y otra, en una mezcla de yoga y lenguaje de signos que funcionaba. Jaime, cuando tenía un rato, quitaba las fajas promocionales de los libros y las ponía en libros distintos, provocando primero el estupor y luego la risa de los clientes. Y todo lo que aprendimos de Luz, no sólo de libros, sino de cómo llevar un rebaño como aquel que éramos, apasionado y un poco descarriado, como aquella nochevieja que íbamos corriendo por Argumosa hacia la estación de Renfe, porque habíamos decidido que si había billetes nos íbamos todos en el tren nocturno a París.
Un día, a los pocos meses, llegó Antonio y mientras yo etiquetaba libros se sentó junto a mí en la cajonera de Ikea en la que guardábamos los albaranes; era la señal de que iba a decirme algo importante y por eso iba a tomarse su tiempo, por lo menos medio minuto. Me dijo que había una vacante en la librería de la calle Mallorca, y que si quería irme al menos unos meses. Recuerdo lo que le dije: es como si a las dos semanas de hacerme cura me llamasen al Vaticano, y dije que sí casi sin pensarlo.
Hacía poco que Roberto Calasso había escrito en un periódico italiano que La Central era la mejor librería de Europa. No era raro ir a colocar una pila de libros y cruzarte con Claudio Magris o pararte un segundo porque acababa de llegar Claudio López Lamadrid con António Lobo Antunes, y quedarse un rato charlando con él, que buscaba una biografía de Joseph Conrad. Trabajar en aquella Central era como ir a una universidad: nunca hubiera imaginado que iba a aprender tanto de los clientes. Joan Margarit se acababa de jubilar y estaba por ello más jubiloso que jubilado; Francesc Garriga siempre se traía alguna maldad divertida; Pere Gimferrer tenía la librería entera en la cabeza. Cuando estábamos con las obras de ampliación, y teníamos por ello muchos libros guardados en cajas, un día llegó y dijo: en el segundo piso hay dos cajas, en la de abajo, justo debajo de un libro rojo enorme, está el de un poeta italiano medieval que quiero. Nos miramos un poco asombrados pero después de abrir la caja, que estaba precintada, allí estaba el libro. Tiene rayos x. Por aquel entonces había publicado sus dos libros sobre su historia de amor con Cuca, y algunos a la vez que los leíamos escribíamos sonetos apócrifos. Recuerdo uno que empezaba: “Cucainómano soy, me he vuelto adicto…”. Una de las cosas que me tocó hacer fue hacerme cargo de la sección de poesía. De nuevo, con total libertad. Me costaba irme a casa, porque lo que yo quería tener en casa era aquella biblioteca. Y cada vez que alguien se llevaba ciertos libros me alegraba (al fin y al cabo, la cosa iba de vender libros) y a la vez sentía que me estaban robando… Es otra cosa increíble de esa Central; uno puede poner a la venta cualquier libro porque sabe que acabará llegando su lector. Una vez aparecieron dos turistas australianos cargando sus mochilas y buscando libros de poetas australianos, un poco por hacer la gracia, imagino. Cuando les mostré lo que había se quedaron atónitos y se llevaron unos cuantos: alguno de ellos, me dijeron, no lo habían conseguido encontrar en Australia. Creo que fue el primer día que me atreví a decir que era “librero de La Central”. Por allí andaba, además de Marta, claro, Neus, capaz de adivinar cualquier libro por difícil que se lo pusieran. Es la única librera que conozco a la que le dices: buscaba un libro pero sólo me acuerdo de que era azul, y lo acierta a la primera, aunque sea verde.
Y luego abrimos La Central de Callao. Recuerdo sobre todo el entusiasmo de los meses previos: se trataba de inventar la librería del siglo XXI. Lo íbamos a hacer además con la ayuda de Feltrinelli, que de alguna manera había inventado la librería del XX, esa en la que los libros están a disposición de quien quiera ojearlos y no detrás de un mostrador. Tuvimos muchas ideas locas: una sala sólo con los clásicos griegos y romanos, filosofía, poesía, etc, y por qué no, un busto de Platón. El resultado no fue tan audaz, pero sí acogedor; sillas por todas partes en las que sentarse a leer, una sala aislada para lo mismo. El edificio nos lo puso fácil: la capilla en la que están los juguetes infantiles, la sala de cine con el ventanal que hubo que volver translúcido porque da al convento de al lado y a las monjas no les importaba que el antiguo propietario las viera pasarse por el claustro, pero una librería era otra cosa… Y otra vez, la gente, claro; sin quienes trabajan en las librerías, no serían nada. Todos aportamos algo aunque claro, hay un aire de familia. Me acuerdo por ejemplo de cuando entró Nacho: le oía uno hablar de libros y parecía el guía perfecto de todo lo que había en La Central, y de por qué lo había.
Un día empecé a marearme mientras montaba una mesa de novedades y fue la señal de que debía abandonar los deportes de riesgo, como ser librero; mi trapecio se había contracturado para siempre y no podía seguir cargando cajas de libros. Me costó asumirlo; aquella librería era una casa para siempre. Un poco da igual (no, pero…) porque sigue siendo una casa para siempre, como lo son todas las librerías que merecen ese nombre. Como defiende Manuel Rivas en su última novela, tenemos ciudades porque en ellas hay cosas como librerías; por eso el gesto de acercarnos a la nuestra (o a las nuestras; mejor siempre frecuentar cuantas más mejor, del mismo modo que es bueno tener amigos distintos) va más allá del simple hecho de hacernos con un libro que buscábamos o nos buscaba. La Central cumple veinte años, la Rafael Alberti ya ha hecho los cuarenta. Nunca agradeceré bastante a Antonio Ramírez y Marta Ramoneda que me dejasen acompañarles en algunas de sus librerías, porque uno es de los que piensan que el paraíso (no sólo, pero también) tiene forma de biblioteca y las librerías son la biblioteca infinita del mundo. Pero sobre todo que se decidieran a poner en marcha La Central, que es librería, cruce de caminos, foro y oficina de ideas, contra viento y marea, volviéndolos obstinadamente a favor. Recordaré siempre el día que inauguramos La Central de Callao: se acercaba la hora de la apertura y la cola para entrar se perdía de vista en el centro de Madrid. ¿Todo aquello por una librería? No éramos los únicos que habíamos soñado aquella librería. La ciudad entera la había soñado y cuando abriéramos el portón, en unos minutos, estaríamos abriendo la puerta de un sueño.