Por estas fechas ya se han presentado las programaciones de los festivales de verano más importantes. Las repaso con curiosidad porque me sirven para hacer una evaluación muy personal de por dónde van los intereses artísticos de las compañías teatrales de nuestro país, más que de los propios certámenes. Y es así porque los festivales españoles, a excepción del de Mérida, se confeccionan en función de lo que el mercado ofrece, no promueven encargos a medida, como ocurre por ejemplo en Aviñón o Edimburgo.
Esta manera de operar no quiere decir que no influyan en las decisiones de las compañías independientes. Un año para preparar la programación de un festival da para mucho, entre otras cosas para hablar con directores y autores sobre propuestas que puedan interesar a las partes. Muchas compañías confeccionan espectáculos exclusivamente para el circuito festivalero estival, aunque a veces tengan voluntad de girar en la temporada siguiente. En realidad, los festivales son otra vía de financiación pública del teatro.
Me centraré en dos grandes citas veraniegas para los aficionados al teatro, la de Almagro y la de Mérida, dos localidades que alcanzan altas temperaturas en las fechas de los festivales. Y empiezo por los chocantes carteles que nos ha ido presentando el Festival de Almagro desde que hace cuatro años asumió la dirección Natalia Menéndez. Hay un evidente propósito de anunciar el evento con imágenes que pocos acertarían a identificarlas con el teatro clásico. Este año el cartel parece más bien un anuncio de compresas, o de un parque de atracciones si el ojo es más realista, que de un Festival dedicado a los autores del Barroco: una suelta de globos de colores sobre un fondo azul, con la leyenda: “El color de los clásicos”. Supongo que sus responsables creen que así les dan una pinturita de modernidad a los clásicos, como si no fuera precisamente su antigüedad lo que los hace interesantes.
Sobre el asunto de la actualidad de los clásicos y de cómo adaptarlos a la escena, el dramaturgo José Sanchis Sinisterra tiene mucho que decir y va a impartir un taller en Almagro con el sugestivo y provocador título de “¿Qué hacer con los clásicos (aparte de mutilarlos)?”. Apuesto a que ya ha cubierto el aforo.
Almagro convoca a 44 compañías (en un mes) y ofrece 17 estrenos. Su organización cuesta 1.246.543 euros, casi un siete por ciento menos que el pasado año, y vamos a poder ver y oír a todo tipo de autores del Barroco desde la perspectiva de grupos que cultivan diferentes disciplinas. Se suele criticar que el Festival no sigue una línea argumental o que no se centra en un autor. A mí me gusta precisamente eso de Almagro, la variedad, los autores que me descubre.
Por ejemplo, El examen de los ingenios, dirigido por Óscar de la Fuente. Es un trabajo hecho a partir del Examen de ingenio para las ciencias, de Juan de Huarte, filósofo y médico del XVII que expuso en este tratado su teoría: aconsejaba a cada persona cuál era su profesión tras estudiar su constitución física y temperamento. La obra fue perseguida por la Inquisición, pero no deja de ser un documento inspirador, que explora el comportamiento de los hombres y mujeres de aquel siglo. La dramaturgia es de Alberto Conejero, quien ha echado mano además de Agustín Moreto, Bernardo de Quirós y Calderón.
Este espectáculo se ofrece dentro del circuito Almagro Off, capítulo del Festival que Natalia Menéndez creó cuando tomó las riendas y que se ha erigido en uno de los más interesantes de la muestra. Se confecciona a partir de las propuestas que el Festival recibe (64 este año, de las que 21 eran extranjeras), y de las que se seleccionan diez. Al final, un jurado elige la mejor dirección. Tiene buena pinta Tempestory, producción británica de Birmingham sobre La Tempestad de Shakespeare, dirigida por Daniel Tyler, y que nos presenta a Próspero como un anciano que vive en una residencia junto al mar.
Lo que se echa de menos este año del cartel de Almagro es una producción que cree tanta expectación como la que originó el pasado año La vida es sueño, de Blanca Portillo. Me refiero a obras que llevan a los profesionales y aficionados a viajar hasta Almagro para ver a una gran figura de la escena. La Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) presenta tres espectáculos, los ya estrenados El lindo Don Diego y La noche toledana, (por la Joven Compañía); y La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, para la que Helena Pimenta vuelve a reunir al elenco de La vida es sueño (Rafa Castejón, Joaquín Notario, Marta Poveda, Pepa Pedroche, Oscar Zafra) y al que se suma una actriz que creo vuelve a ganar su sitio en la escena, Nuria Gallardo.
Este año detecto que Lope de Vega está más ausente que en otras ediciones (dos Caballeros de Olmedo, un libérrima Fuentovejuna), y que hay un interés por textos de autores menos célebres, más ocultos. Es el ejemplo de Ellas se atrevieron (Barrocamiento), escrito por el actor Fernando Sansegundo a partir de obras de mujeres como Feliciana Enríquez, Sor Juana Inés de la Cruz y María de Zayas y Sotomayor. De esta última también se estrena La traición en la amistad. Y hay una obra sobre Tomás Moro, escrita por Ignacio García May, basada en Shakespeare, Anthony Munday, Henry Chettle y otras fuentes.
La naturaleza del Festival de Mérida le induce a seguir un modelo muy diferente al de Almagro. Desde el pasado año la gestión se “externalizó” y se ocupa de ella la productora privada Pentación, que dirige Jesús Cimarro, y que se ve obligada a encargar o coproducir espectáculos de temática greco-latina. El hecho de que Mérida se desarrolle en un solo escenario, el imponente Teatro Romano, también facilita la labor. En total, durante julio y agosto se van a ofrecer siete espectáculos, de los que cinco son estrenos. Cimarro dispone de un presupuesto de 2,4 millones de euros (IVA incluido) y él aspira a obtener la mitad por taquilla. El pasado año lo consiguió.
Los platos fuertes de este año son, en mi opinión, cuatro: Fuegos (10-14 de julio), a partir de un texto de Marguerite Yourcenar inspirado en figuras del mundo clásico que cuenta con Carmen Machi y Nathalie Poza, entre otras, y que dirigirá Josep Maria Pou; El asno de oro, de Apuleyo, dirigido e interpretado por El Brujo, que siempre goza de una acogida muy cálida en Mérida; Julio César, de Shakespeare, con Mario Gas, Sergio Peris-Mencheta y José Luis Alcobendas, y dirección de Paco Azorín. Y Hécuba, que supone el primer espectáculo que Concha Velasco protagoniza en esta arena (el pasado año hizo una pequeña intervención en lo que fue su debut), dirigida por José María Plaza y con dramaturgia de Juan Mayorga, un tándem que ya ha dado producciones de un cariz parecido. Es raro que alguno de estos espectáculos sobreviva fuera del circuito de festivales, pero a veces ocurre.