[caption id="attachment_732" width="510"] José Luis Gómez recupera la obra cervantina para celebrar los 20 años de La Abadía[/caption]
Una sale de ver aquel espectáculo que José Luis Gómez ha recuperado ahora para celebrar los 20 años de La Abadía. Está prácticamente intacto: sigue el árbol y también los personajes, sus canciones y sus historias. Pero se notan estos cuatro lustros que arrastran. La feliz diferencia es que encima del escenario hay un elenco de actores de primera, curtido y versátil, al que detecto que se lo está pasando en grande mientras actúa. Está integrado por algunos de los que participaron en aquel primer montaje (Elisabet Gelabert, Miguel Cubero, Inma Nieto) y a los que entonces Gómez sometió a un durísimo entrenamiento pues consideraba que no poseían la calidad y vitalidad imprescindible. También figuran otros nombres que han colaborado con el teatro más recientemente (Luis Moreno, José Luis Torrijo, Javier Lara), y hay dos a los que ya les había echado el ojo en trabajos precedentes: Palmira Ferrer, genial actriz de comedia,característica en estas miniaturas cervantinas, cuyas maneras entroncan con la mejor tradición cómica del teatro español, y Julio Cortázar, sorprendente transformista de gran expresividad.
Los personajes de estas tres piezas se visten y desvisten ante el público, todas las transiciones son evidentes y con ello hay una clara vocación del director de mostrar al espectador cómo es el trabajo del intérprete: bastan unas calzas bajadas hasta los tobillos cuando antes subían hasta los muslos para que la misma actriz pase de ama a criada. Se pretende un aire de juego de improvisación -ahora toca hacer de sacristán, luego de amante…- pero todo esta definido, cada actor tiene clarísimo su papel. En realidad, hay un gran trabajo en la composición de los tipos, que dan una idea muy aproximada del retrato que el autor hizo de su sociedad: amas y criadas cómplices y procaces, pillos estudiantes y actores buscavidas, sacristanes, alguaciles, alcaldes y viejos ignorantes… protagonistas de divertidas, intrigantes y equívocas situaciones, que estos actores interpretan con una gran paleta de matices. Un ejemplo: el juego de miradas acosadoras que los pueblerinos echan a Chirinos (Elisabet Gelabert), cuando esta llega al pueblo con su compañía a representar El retablo de las maravillas.
He visto en varias ocasiones representados estos entremeses de Cervantes y este es el espectáculo que más me gusta. Creo que su éxito se debe al elenco, pero también al tono de la función. Al salir del teatro me vino a la memoria Arlequino, de Giorgio Strehler. No estaba muy equivocada, Gómez escribe que cuando comenzaron los primeros ensayos de esta obra decidió que los actores se sumergieran en los dinámicos códigos de actuación de la commedia dell’arte, por otro lado, muy enraizada en nuestra tradición teatral.
Es un espectáculo con aroma español, y no sólo por los textos, aleccionadoras piezas literarias escritas con gran humor y sabiduría, también por los elementos escénicos que incorpora ligados a nuestra cultura popular: algunos trajes tienen una evidente inspiración en el folklore castellano, como el de las amas, otros me recordaron por el color ciertos retratos de Velázquez. Y luego están los adornos musicales, coplillas que los actores cantan en coros sencillos y que se emplean para salvar las transiciones y para ilustrar las historias.
Decía al principio que por estos Entremeses ha pasado el tiempo, y he señalado lo que felizmente nos ha traído. Pero detecté cierto olor a naftalina y no acierto a saber por qué. Quizá la sencillez del diseño escénico, con todas las virtudes que ya he descrito, no se adecúe a esta época, creo yo que más exigente en cuestiones de empaquetado. Quizá el árbol, que juega un papel importante como elemento telúrico, nos resulte hoy demasiado familiar y no sea suficiente para cobijar a esta troupe, ya sí, de curtidos actores.