En Ne m’oublie pas el espectador sale como hipnotizado del teatro. Es un bonito e inclasificable espectáculo de Phillipe Genty, maestro del títere y al que se le da muy bien combinar en escena diferentes artes. Título emblemático del artista francés, solo estará en Madrid, en los Teatros del Canal, hasta el próximo domingo.
Este espectáculo tiene un largo recorrido. Concebido junto con su mujer y colaboradora, la coreógrafa Mary Underwook, Genty lo estrenó en París en 1992, y lo ha representado en medio planeta. El artista lo repescó con motivo de una colaboración reciente con la Escuela de Teatro y Actuación de la Universidad Nord-Trøndelag (Verdal, Noruega) y la Maison de la Culture de Nevers y de Nièvre (Francia). El citado centro noruego imparte estudios de tres años en formación de actores y tiene en el teatro gestual una de sus enseñanzas fuertes.
Así pues, esta edición de Ne m’oublie pas está protagonizada por diez actores noruegos que hacen las veces de bailarines y de manipuladores de títeres, pero también son unos mimos que dominan muy bien su cuerpo, cantan en fáciles coros y, a veces, actúan casi como artistas circenses.
El espectáculo tiene, en mi opinión, dos partes diferenciadas y la primera es la que más me gustó, ya que juega a despistar al espectador, pues este no sabe muy bien hacia donde será conducido. La primera aparición es la de una actriz enmascarada de chimpancé que es fantástica y que emula los gestos del mono casi a la perfección, la escenografía nos sugiere que estamos en un páramo de hielo (Noruega, claro), pero a continuación unos diminutos títeres de sombras nos trasladan a un nuevo ambiente cerrado protagonizado por humanos y por sus réplicas en marionetas a tamaño real.
La aparición del coro de actores yuxtaponiéndose con la marionetas (en grupos que se desplazan a lo Maurice Béjart), y jugando a despistar/engañar al espectador (ya que éste no distingue bien el personaje real del muñeco), tiene claras evocaciones de Kantor y su “clase muerta”. Pero hay más referencias estéticas: los bailarines masculinos evocan los cuadros de Magritte, por el vestuario (en blanco y negro) y la luz. Y también está presente la danza-serpentina de Loie Fuller, en dos números muy sugerente que tiene también algo de truco de magia o de ilusionismo. En este sentido, diría que el espectáculo es enciclopédico, pues consigue aunar diversas vanguardias escénicas señaladas del siglo XX.
A través del uso que se hace de las marionetas (pierden sus brazos y piernas), de coreografías en las que los actores caen y tropiezan con juegos de humor, y de otros trucos cercanos al ilusionismo, se detecta una búsqueda por interpretar y darle un valor distinto al cuerpo y al movimiento. De esta manera, el director consigue llevar al público hacia una nueva forma de ver la realidad, más próxima a los sueños. La música de René Aubry, en ocasiones con ecos de ritmos balcánicos y árabes, y la limpia escenografía contribuye a conformar un vistoso y poético spectáculo.