[caption id="attachment_978" width="560"] Fachada actual del Teatro Lara de Madrid[/caption]
La temporada ha comenzado con el anuncio de la inminente reapertura del Teatro de la Comedia, uno de los escenarios más bellos y antiguos de Madrid, que hoy es sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC), y cuya restauración ha llevado más de dos lustros. Pero me llega del periodista Antonio Castro un libro ilustrado que ha publicado sobre la historia de otro teatro emblemático de la ciudad, el Lara, un escenario levantado en 1880 (cinco años después que del de la Comedia) por Cándido Lara y cuya propiedad se ha transmitido dentro de su familia en 130 años. Como pone de manifiesto la obra, la explotación del teatro en sus orígenes guarda muchas similitudes con el sistema actual.
El Lara fue bautizado en sus orígenes como "la bombonera" por su coqueta decoración y sus íntimas dimensiones. Se construye en un momento de estabilidad política del país, también en la época dorada del teatro, cuando era el entretenimiento principal de las gentes y todavía no había entrado en competencia con el cine. Podía resultar un buen negocio si se acertaba a administrarlo. Y el constructor y empresario Cándido Lara (político liberal que llegó a ser senador) consiguió forjar una buena reputación artística para el teatro en muy poco tiempo, situándolo entre uno de los preferidos del público burgués, incluso, aristocrático (entre sus invitados casi siempre figuraba la familia real), que buscaba un entretenimiento sin estridencias.
Del relato de Castro me llama la atención los capítulos que dan idea del nivel de producción que alcanza el teatro en sus primeros años y cómo se mantiene su aceptación hasta 1930. Los autores y los actores escribían y estrenaban a una velocidad de vértigo. El Teatro Lara de Madrid ofrecía en sus inicios 30 representaciones semanales y se apuntó entonces a una moda que hacía furor y que duró hasta entrado el siglo XX: "el teatro por horas", obritas de menos de una hora a precios reducidos. Lógicamente, los mejores horarios se reservaban para las obras de tres actos y para las reposiciones de éxitos. ¿Acaso no es parecido al llamado sistema de multiprogramación que 130 años después se ha implantado?
Teniendo en cuenta que la electricidad todavía no había llegado a las calles cuando se construyó, "durante la semana solamente se representaba una función a las ocho y media de la tarde en la que solían ofrecerse tres entremeses distintos. Los domingos había una primera sesión a las cuatro y media de la tarde... El programa solía cambiarse los lunes. Así se explica que en los tres primeros meses de funcionamiento se representara casi medio centenar de títulos". De esta manera, sólo en las primeras 20 temporadas se estrenaron en el Lara cerca de 700 títulos, la mayoría de autores que han pasado sin pena ni gloria.
El teatro opta por contar con un elenco fijo, una compañía titular (sistema vigente en los teatros importantes de la ciudad) y contrata a intérpretes famosos, sin preocuparle demasiado los autores: Balbina Valverde, Leocadia Alba, Antonio Vico, Lola Membrives, Rosario Pino, Rafel Rivelles, Pepe Isbert, Julián Romea... La explotación del teatro no dejaba ni un día de descanso a los intérpretes. El ritmo endemoniado con el que trabajaban les exigía horarios de doce horas, entre ensayos y representaciones, y un ejercicio de memorización notable; es por ello, que en muchos programas se menciona al apuntador, figura crucial en aquellos años.
Pronto Cándido Lara se da cuenta de la importancia de atraer también a los autores de moda. A Vital Aza y también a Benavente, que hará suyo este escenario, pues entre los numerosos títulos que estrena figura su obra más famosa: Los intereses creados. También acogerá a los hermanos Álvarez Quintero y a un debutante Martínez Sierra. Y será el escenario, en 1915, de una de las obras más importantes del ballet español: El amor brujo, de Falla, con Pastora Imperio.
La obra de Castro, El teatro de Lara (editado por la Fundación Teatro Cándido Lara), describe con precisión la construcción del edificio, la personalidad e intereses de su fundador, Cándido Lara, las vicisitudes administrativas y políticas que ha atravesado la empresa a lo largo de sus 130 años; y también se detiene en sus épocas de gloria y sus periodos de agonía. Y se ofrece documentación detallada de contratos, salarios, planos..., procedente de los archivos de la Fundación, lo que permite hacerse una idea bastante aproximada de la evolución de la empresa teatral desde la perspectiva económica y de su aceptación social.
Dedica las páginas finales a catalogar todas las obras que se han estrenado allí, y en muchas de ellas ha sido imposible identificar al autor, lo que lleva a Antonio Castro a decir: "Asombra comprobar que del enorme volumen de comedias, casi el cien por cien de ellas cayeron en el olvido, algunas la noche misma de un fallido estreno". También merece destacarse la relación de compañías titulares del teatro que se ofrece, un sistema que permanece en el Lara hasta 1962, en el que ya dejó de tener un elenco fijo. De esta manera, después de la Guerra Civil el Lara se vinculó a intérpretes como Irene López Heredia Caba, Paco Martínez Soria, Mariano Asquerino, Concha Catalá, Mary Carrillo, Pepita Serrador (madre de Narciso Ibáñez Serrador), Adolfo Marsillach, Manuel Galiana, entre otros.
La obra es una entretenida lectura que no sólo ofrece información valiosa sobre un teatro madrileño de referencia, también ilustra sobre el panorama de los escenarios madrileños, su evolución y decadencia, las relaciones de los artistas con las empresas, y su aceptación social. Además de mostrarnos cómo viejas fórmulas de explotación siguen vigentes.