Anabel Alonso, en una comedia de pesadilla
Heidi Steinhardt (Buenos Aires, 1977) estrenó El trompo metálico en la capital argentina en 2007 y estuvo cinco temporadas en cartel. Aquí se exhibe desde hace unas semanas en la bonita y pequeña sala Arte, solo 90 butacas tapizadas en blanco, y se mantendrá durante el Festival Surge. Vayan a verla, es una obra de temática dura y digestión lenta, pero la autora escoge un revelador camino para contarla y está estupendamente interpretada por Anabel Alonso, Jesús Ruyman y Marina Cruz.
Qué buen signo es que actores populares, habituados a la televisión y a los grandes formatos teatrales, se encierren de vez en cuando en salas recoletas para hacer piezas más arriesgadas y experimentar por caminos dramáticos menos trillados. Anabel Alonso, una de nuestras mejores cómicas, no solo es la cabecera de cartel de esta obra, también su productora. Y es la segunda vez que se aventura con un texto de Steinhardt.
Un mujer grotesca (Anabel Alonso) enseña a su hija a hablar francés, le da lecciones de conducta y urbanidad, pero la muchacha (Marina Cruz), que parece una dulce y aplicada alumna, nunca consigue satisfacerla con su aprendizaje. Por su parte, el que dice ser padre de la joven (Jesús Ruyman), es todavía más autoritario, un hombre empeñado en aplicar con rigor un método de enseñanza con la muchacha cuyos frutos tampoco son nunca los suficientemente buenos y suponen un permanente conflicto entre ambos.
Vamos descubriendo inquietantes signos del abuso que los padres ejercen sobre la joven. No hay ni la menor muestra del amor y cariño que uno imagina en el ámbito familiar. Las exigencias de la madre constrastan con la ignorancia de la que hace gala, y llega hasta el insulto y la agresión física a su hija, repitiéndole constantemente lo “gorda y fea” que es. El padre es muy severo, en busca de una perfección imposible, somete a la muchacha a concursos que la obligan a aprenderse nombres y lugares, y a normas arbitrarias, hasta que llegamos a descubrir cómo incluso procura deshonestas relaciones con ella. Hay un momento que incluso dudamos de si realmente son sus padres, pues esta historia comienza a parecerse más bien a una pesadilla.
La obra es una metáfora del ejercicio del poder totalitario partiendo del núcleo básico de la sociedad que es la familia. Una fábula extrapolable al funcionamiento de una sociedad que no deja resquicio de libertad a sus ciudadanos, pero en la que también pueden identificarse fácilmente situaciones sobre la relación que padres e hijos mantenemos con respecto a su educación y a las exigencias que les planteamos. Se oyen pues en la obra muchos ecos que nos pueden llevar a distintos lugares, debido quizá a la agudeza de la autora para mezclar géneros de farsa, absurdo y terror, pero también para mantenerse en la frontera de la tragicomedia.
Da gusto ver a estos actores en un trío de complejas relaciones. Sin embargo, Alonso, más dada a la composición, sigue un registro interpretativo distinto a los dos restantes. Su maquillaje, su peluca y su opción interpretativa va por la vía de lo grotesco y de lo extravagante, de manera que su personaje de madre es mucho más chocante y provoca la risa del público. Ayuda, y mucho, a suavizar y comprender su comportamiento. Por contra, tanto Ruyman como Cruz escogen el realismo. El primero da muy bien como severo y elegante padre aristocrático, mientras la joven actriz Marina Cruz (que no deja de sorprenderme, pues todavía la recuerdo en aquella gran obra de Los Iluminados) clava su papel con una naturalidad y convicción poco habituales en actrices de su edad.