[caption id="attachment_1802" width="560"] Un instante de Mount Olympus, de Jean Fabre. Foto: Wonge Bergmann[/caption]
Fui una de las 850 personas que asistieron al maratoniano espectáculo de 24 horas Mount Olympus. To Glorify the Cult of Tragedy, dirigido por Jan Fabre y que se exhibió el pasado viernes y sábado en los Teatros del Canal de Madrid. Aclaro que no lo vi completo, seis horas del principio y seis horas finales, me perdí el momento fist fucking (cuando un personaje introduce su puño en el ano de otro), no sufrí ni fatiga ni sueño, y me entró un dolor de cabeza al poco de terminar que quizá fue la causa de que no compartiera la “catarsis” tan cacareada por las crónicas publicadas ni el entusiasmo con que el público cerró el espectáculo. Aun con estas limitaciones resumo a continuación mi experiencia de este espectáculo que ha sido definido como uno de los más “vanguardistas” vistos en nuestra ciudad.
Antes de empezar se palpaba una gran excitación y entusiasmo en el ambiente. El Teatro había repartido el misal de la ceremonia: una guía con los 14 capítulos que integran el espectáculo, ordenados y cronometrados y con los cuatro descansos de una hora que se toman los intérpretes. Los espectadores -actores y gente de la farándula o afín en su mayoría- comentaban en corrillos sus planes para seguir la obra, se habilitaron dormitorios para el público y la cafetería permaneció abierta toda la noche. Cuando los oficiantes comenzaron su actuación sobre el escenario, el público les dispensó una encendida ovación.
Sin perder tiempo entramos en situación en la primera escena. Lleva por título 'Malas mareas, soplan malos vientos' y dos actores se desvisten, se sitúan de perfil a cada lado del escenario, sacan el culo mientras otros dos actores arrodillados les soplan por el ano, y ellos dicen un texto de malos augurios. Comienza un baile procaz que consiste en un movimiento de pelvis obsceno a ritmo de música electrónica, le llaman twerking y lo puso de moda la célebre cantante norteamericana Miley Cyrus.
Aparece un gordo del que no hay duda, es Dioniso, que nos explica de qué va a ir la fiesta: “Solo les di un poco de locura”, dice con una sonrisa. Nos espera una larga noche de exaltación de lo irracional, de lo animal y violento que hay en el ser humano, de glorificación de todo instinto que aleja al hombre de la razón y la bondad. Y todo aderezado con una buena cantidad de litros de sangre y vísceras -metáfora de la lujuria- que vuelan por las cabezas de los actores. Esto me trae el aroma de Jean Genet.
Mount Olympus pretende emular las fiestas dionisíacas de los griegos, según ha declarado su director, el belga de origen flamenco Jan Fabre (1958). En él confluyen muchas de las obsesiones e intereses artísticos que se han visto en sus exposiciones, libros y espectáculos. Artífice del body-art, ha colaborado con coreógrafos de relieve como William Forsythe y hay una línea que guía su obra: profundizar en lo más instintivo y animal que hay en el ser humano. Recuerdo una entrevista que le hice hace quince años en la que me dijo que se consideraba un “genio que cree en la consilience” (algo así como la conciliación de distintas disciplinas).
Es un artista plástico con una estética muy poderosa y en este caso le ha añadido una extraordinaria narración dramática (con ayuda de Jeroen Olyslaegers) más visual que literaria, mezcla de performance, danza, discurso y monólogo. El argumento es vasto: los héroes y figuras más destacadas de las tragedias griegas, como Hécuba, Ulises, Edipo, Creonte, Yocasta, Penteo, Hipólito, Hércules, Clitemnestra, Ifigenia, Agamenón, Electra, Orestes, Medea, Jasón, Antígona, Ajax, Filotectes….
Compone cuadros vivientes bellísimos e hipnópticos para los que cuenta con 27 bailarines-actores. Todos son hombres y mujeres de raza blanca, que se expresan en varios idiomas (francés, inglés, italiano, flamenco). Como si fuera un general griego, Fabre llama a su elenco “warriors of beauty” (guerreros de la belleza), lo que está en sintonía con otra declaración que me hizo en la entrevista antes citada: “Me considero un siervo de la belleza… La belleza es el color de la libertad”.
Para servir a su ideal de belleza somete a su cohorte de esclavos, sus warriors, a acciones extremas, algunas de ellas degradantes desde mi punto de vista, o si queremos dejarlo fuera del terreno moral, simplemente dan un poco de asquito, como el ya citado soplo por el culo. Sorprendentemente, un artista al que pregunté me contestó que a él no le importaría hacer el célebre fist fucking; otro, me señaló que no lo aceptaría ni por todo el dinero del mundo. En un momento en el que actrices y actores andan denunciando el acoso sexual del que han sido víctima en su trabajo por sus superiores, a Fabre se le consiente y se le aplaude cualquiera de sus iniciativas de gran genio.
No sé muy bien contra quién luchan los warriors de Fabre. Ejecutan coreografías preciosas inspiradas en Jirí Kylián, ejercicios físicos tan extenuantes que el público acaba interviniendo con aplausos y gritos, dándoles coraje o intentando pararlos. Parece a veces que presenciamos algo más parecido a un espectáculo deportivo que teatral. Ocurre, por ejemplo, con uno de los primeros capítulos, el de Eteocles, en el que los guerreros se preparan para ir a la guerra y los actores saltan a la comba durante quince o veinte minutos. Lo alucinante es que las cuerdas son cadenas. De estas escenas tan exigentes veremos varias.
El director nos lleva con eficacia y audacia de la tragedia a la comedia y a la inversa. Hay buenos monólogos trágicos, como el de Hécuba interpretado por Anny Czupper. Luego emplea ciertos recursos que alargan las escenas y, en ocasiones, resultan cansinas, y que recuerdo él ha utilizado en otros espectáculos previos: repetición de acciones por parte de los bailarines-actores o un actor que comienza recitando un texto y lo repite hasta la saciedad en distintos tonos hasta vaciarlo de contenido.
Este último recurso lo emplea en un episodio que me resultó particularmente irritante: ridiculiza a Jasón en su enfrentamiento con Medea. Fabre opta por dignificar a la mujer que por despecho y odio termina asesinando a sus hijos frente al reproche de su marido. ¿No es un ejercicio de puro nihilismo? Poco antes de la escena anteriormente citada, Medea es un bailarín de fuerte musculatura con apariencia de María Callas que, además, parodia a la reina asesina echando pestes de los hombres y diciendo: “Prefiero la muerte en tres batallas que dar a luz”. Desde luego, al espectáculo no se le puede reprochar que no esté en sintonía con la decadencia de la Europa en que vivimos.
El vestuario, otro acierto: simples lienzos blancos que los bailarines se atan y desatan de formas distintas a modo de túnicas y que manchan de sangre constantemente. Deben tener cientos de sábanas tras el escenario, ya que en cada escena sacan una inmaculada que acaba profanada nuevamente de sangre. Y la iluminación, otro elemento manejado de forma fascinante, sencilla y, a la vez, de una eficacia absoluta. Una treintena de lámparas globo que caen sobre las cabezas de los actores, pero la distancia y el número de ellas se modifica con cada cuadro, creando una bóveda nueva y sugiriendo un espacio escénico distinto.
En el final volvemos al twerking, con los bailarines desnudos pero tras haber pasado por una ducha de pinturas de colores, como esos juegos de parvulario en el que los niños se manchan sus caras y sus manos y sus babis. El público en pie, siguiendo el ritmo. Y nos dice Dioniso: “Respira, solo respira e imagínate algo nuevo”. Pero esto me sonaba, me vino el recuerdo del festival hindú de Holi, o si se prefiere en versión española, la tomatina de Buñol, aunque eso sí, mucho más cool, más artística, más vanguardia. El público se quedó quince minutos aplaudiendo.