[caption id="attachment_1894" width="560"] Un momento de Mammón[/caption]
Ya he escrito que tengo la impresión de que la comedia de humor hace tiempo que ya no es pasto solo de los teatros privados, sino que se extiende y expande como el gas también en los teatros públicos. Habrá que ver las causas,pero yo me aventuro a dar una: estos escenarios suelen ser albergue y lanzamiento de autores contemporáneos, y es evidente que los dramaturgos actuales muestran gran interés por el género. Ayer presencié en los Teatros del Canal Mammón, una de las mejores comedias de esta temporada (que ya nos ha ofrecido otros títulos memorables) por lo que me uno al club de fans de los catalanes Nao Albet y Marcel Borrás, artífices de este divertido disparate.
Que la comedia de humor haya entrado en los teatros públicos es bueno y es malo. Es bueno porque este género, tradicionalmente denostado por vulgar, profana los espacios del teatro sagrado (consagrado mayoritariamente a la tragedia y el drama) y sus autores reciben la bendición del prestigio; además las producciones que se hacen tienen los estándares de buena factura y calidad propios del teatro público.
¿Por qué es malo? Porque las políticas de la mayoría de los teatros públicos madrileños son hostiles a la naturaleza de un género vigoroso como la comedia, que mantiene vivo y fuera del museo al teatro precisamente porque lo conecta con el público.Voy a los datos: una comedia como Mammón,que gusta a los espectadores de forma generalizada y recibe críticas fantásticas, ya no puede verse. Es fácil agotar entradas cuando los Teatros del Canal la han programado del 14 de marzo al 1 de abril, para un aforo de solo 168 personas diarias.
¿Alguien entiende que una obra de la que la gente sale hablando maravillas solo la puedan ver en Madrid 2.876 personas? Es una cifra ridícula, una ruina, propia si acaso de una sala alternativa. Pero a los teatros públicos les importa un rábano porque no viven de la taquilla. Los teatros públicos no están comprometidos con los espectadores, que precisamente los sostienen con sus impuestos; los teatros públicos se comprometen con "sus" artistas, actúan como empresas de contratación artística institucionales y cuantas más producciones hagan, mejor, y por eso si algo suelen pedir los directores de estos teatros siempre es más y más presupuesto. Y así cae Mammón del cartel para que, siguiendo el calendario programado, entre otra producción que durará uno, dos o quince días como mucho. O sea, para que el público ni se entere y solo los profesionales de la farándula y afines pasen por la sala. Todo muy endogámico.
Creo que este mecanismo infernal de programar es nefasto para el teatro. Propicia unas programaciones atomizadas cuyo seguimiento si ya es una tortura para los periodistas, imagínense para el público en general. Y desde el punto de vista de la promoción de las obras, una inversión costosísima y laboriosa. Y también propicia unos artistas "oficializados" que prefieren trabajar en los circuitos "públicos" porque fatigan menos y si son bien recibidos, podrán acometer futuras producciones por encargo de estos mismos teatros, sin riesgo y con airbag.
He comenzado este blog con la pretensión de hacer una crítica sobre Mammón, mi deseo era que una pieza con la que tanto me he divertido y de la que salí entusiasmada, -sorprendente, fresca, tan innovadora, mezcla de géneros que bebe del cómic y del cine, delirante y loca, con adorables actores- la disfrutara mucha más gente. Una pretensión inútil. Y me pregunto, en el teatro actual ¿quién o qué da la medida exacta de lo que son los artistas: los espectadores, los críticos, o los políticos y directores de los teatros públicos?