Unos de los episodios mitológicos que los griegos reservaban a la enseñanza de los jóvenes es el de Eco y Narciso. Es la historia de la ninfa Eco, castigada por Hera a repetir las palabras de los demás y enamorada de Narciso, que rechaza su amor y por ello acaba desvaneciéndose en un eco distante. Como castigo por su actitud vanidosa los dioses conducen a Narciso a un estanque, donde ve reflejada su propia imagen de la que queda enamorado. Una versión explica que cayó ahogado al intentar acercarse a ella, otros que murió de sed al ser incapaz de separarse de la imagen y de profanar el espejo del agua.
Traigo a colación el mito de Eco y Narciso después de ver Grito pelao, montaje coproducido y programado por los Teatros del Canal durante tres únicos días (del 26 al 28), y estrenado en el Festival de Aviñón el pasado verano. El montaje reúne a dos artistas que con solo oír su nombre te llevan directamente al teatro: Rocío Molina y Silvia Pérez Cruz, la menuda bailaora deconstructora del flamenco y la cantautora de preciosa voz. Las dos unidas en un espectáculo de factura técnica y estética impecable. Pero, ¿para qué estos buenos mimbres? Para colarnos un discurso narcisista relatando el proceso de gestación de Molina, cuya particularidad es que va a tener un hijo por inseminación artificial. Tal circunstancia sirven a bailaora y cantante para recrearse durante más de dos horas en las maravillas de la maternidad sin hombres y el no padre.
Como le ocurrió a Narciso, Molina también se enamoró de ella misma, nos cuenta en el espectáculo: “Hoy estoy más preparada para amar, para dar… Imaginaba que amaba de nuevo: que cuidaba, deseaba, habitaba, que follaba/ mientras me violaba el aire a la vez me abofeteaba el viento… Y me enamoré de mí, Silvia, de mi vida/ de mi angustia/ de mi rabia y mi deseo/ del hijo que aún no tengo…”. Y como se enamoró de ella misma, decidió se madre, y nos lo cuenta.
Molina bailando flamenco con su tripa de siete meses tiene su gracia, pero una vez saciada la curiosidad de ver a una bailaora de flamenco embarazada, con su gran técnica pero lógicamente con un cimbre mucho más limitado, prefiero a la Molina pequeña y briosa, con sus variaciones flamencas, sus ocurrencias desmitificadoras del género, la que corta el aire con sus movimientos detenidos de forma imprevista.
Silvia Pérez Cruz firma una ecléctica composición musical y las letras, una inspirada en un poema de Sylvia Plath. La cantante no se limita a sentarse en una silla e ilustrar la danza de Molina, sino que se implica con su presencia en juegos de movimiento, dice textos y se pasea por el escenario como un personaje más. Y, por supuesto, canta. Su voz concilia el flamenco con la técnica del bel canto. Hay ratos que se aproxima a los palos flamencos en los que Eduardo Trasierra (guitarra) y Oruco (compás) le apoyan, y ella experimenta con los ecos gitanos, otras veces se une al violín de Carlos Montfort o se apoya en la electrónica de Carlos Gárate.
El tercer personaje es la madre de Rocío Molina, Lola, que abre el espectáculo con su hija en un bonito baile en el que más que unas variaciones flamencas, parece un tango argentino. Supongo que la presencia de su madre real es un apoyo emocional para Molina, al tiempo que nos recuerda que esto de la maternidad es cosa de mujeres.
Uno de los puntos fuertes del espectáculo es la dirección escénica -que firman Molina, Pérez-Cruz y Carlos Marquerie- no solo por la belleza del diseño, también por el empleo del espacio escénico, muy bien aprovechado. El espacio está presidido por un estanque en el que también cae Molina, aunque en este caso la metáfora es para renacer.