Una de las grandes virtudes de los clásicos es que precisamente nos recuerdan lo anticuados que en realidad somos como público (o sociedad) y como artistas (o individuos), la mayoría de las veces tanto o más que la obra que vemos. Ayer mi sorpresa no dejaba de crecer durante la representación en el María Guerrero de The Knight of the Burning Pestle (El caballero de la maza ardiente), una pieza de Francis Beaumont representada por primera vez en el Londres de 1607, extraordinario ejemplo metateatral que hoy podría pasar como una obra dramática de la más rabiosa vanguardia.
Nunca antes había visto representada esta pieza -que en su país de origen han protagonizado actores tan célebres como Noel Coward o Timothy Spall-, y ha sido un privilegio estrenarme con una producción dirigida por el gran Declan Donnellan en el Teatro María Guerrero, en esta ocasión con la magnífica compañía del Teatro Pushkin de Moscú. Donnellan suele trabajar con elencos franceses, rusos y británicos, y me cuentan que pronto lo hará con uno español.
El arranque es fantástico: una compañía de actores va a representar la comedia The merchant of London, y antes del inicio el director del grupo se dirige al público y con cierta pedantería discursea con palabras que nos resultan familiares sobre que el teatro no debería ser un mero entretenimiento, sino que debe perseguir más elevados propósitos como el de hacer reflexionar a la gente sobre la realidad. Sus deseos, sin embargo, no pasarán de la primera escena y pronto se ven truncados cuando un matrimonio -un carnicero y su esposa- salen del patio de butacas y suben al escenario para interrumpir el desarrollo de la obra porque, dicen, eso que representan no satisface al público. ¿Les suena el planteamiento? No tiene un asombroso parecido a Comedia sin título, la obra inacabada de Lorca.
A partir de ahí crece la expectación por la evolución de la obra, que camina hacia el disparate y la parodia, la mezcla de géneros y un buen puñado de referencias literarias. Por un lado tenemos la obra que representan los actores -una comedia de dos caballeros disputándose a una dama-, continuamente interrumpida por la pareja de tenderos que han conseguido integrar en el elenco a su ayudante en la carnicería, Rafe, para que interprete a un “caballero andante” y protagonice aventuras y heroicidades que son las que quiere ver el público, según dicen. Las referencias del Quijote son evidentes, nos recuerda precisamente la adicción por las novelas de caballerías que precisamente satirizó Cervantes.
La obra toma una fuerza humorística cada vez más desmadrada, las interacciones de los dos espectadores en el drama crea situaciones muy cómicas y los actores se muestran estupefactos. El otro gran personaje es el caballero Rafe (aquí interpretado por Nazar Safonov) que lucha con los actores por chupar protagonismo y que tiene dos gloriosas escenas: la que tiene lugar en la corte de Moldavia que Donnellan monta como un carnaval, y su muerte, llena de referencias shakespeareanas y que permite al director hacer un guiño descacharrante hacia el vicio exhibicionista que hoy padece la sociedad.
La escenografía de Nick Ormerod es una sencilla caja blanca que por un lado sirve de pequeño escenario y por el otro, de pantalla en la que se proyectan los diferentes ambientes. El dispositivo tiene muchos más usos: funciona también como telón dentro del escenario tras el que desaparecen los actores, y también les permite jugar con una cámara con la que se filman y cuyas imágenes se proyectan en la caja. Magnífico y versátil elenco el del Teatro Pushkin, y extraordinaria cómica Agrippina Steklova, en el papel de mujer del tendero, así como gran actor con mucho de clown Alexander Feklistov, que da vida a su marido, y que nos deja con la boca abierta con su atlética formación física, pues se permite hasta unas volteretas en el aire como quien no quiere la cosa.
Donnellan vuelve a sorprendernos con la puesta en escena, por criterio, claridad en el uso del espacio escénico, pero también por la dirección de actores. También por cómo resuelve la escenas, creando una partitura de dirección paralela al texto que tiene su apoteosis en el final, que no voy a desvelar.
En definitiva, Donnellan nos habla de un teatro que es secuestrado por el público, que dicta lo que quiere ver, frente a un teatro culto que es el que quieren ofrecer los artistas. Escrita en el siglo XVII por un contemporáneo de Shakespeare, cuando el teatro era el gran “entretenimiento” de la sociedad, hoy, cuatrocientos años después, seguimos en las mismas, entre la cultura popular y la cultura elitista, la cultura del festejo y la cultura del discurso.