Creo que reconocería a ciegas la voz de la actriz Elisabet Gelabert por su timbre y prestancia. Para mí es uno de sus rasgos más destacados, al que hay que sumar la luminosidad que imanta en el escenario, con su figura alta y robusta, y un oficio impecable con el que coge un personaje y lo apuntala desde sus costuras. La Gelabert está en su mayor esplendor como actriz y da prueba de ello en ¡Nápoles millonaria!, la obra de Eduardo de Filippo producida por el Teatro Español. En ella es Amalia, una esposa napolitana ambiciosa y seductora dedicada al comercio ilícito en tiempo de penurias.
Esta es una obra coral —como le gustaban al napolitano De Filippo, que debía escribir para las características de su troupe familiar— y es delicioso ver a tantos intérpretes diferentes en escena, dando vida a una fauna que sobrevive en un barrio napolitano durante el final de la II Guerra Mundial y luego la invasión aliada. Hay quien ve en esta obra resonancias con el momento actual, pero no creo que el espíritu de la población en el fin de una guerra sea parecido al que vivimos por la epidemia. En cualquier caso, nada de esto se trasluce en esta producción que respeta el texto, escrito en dialecto napolitano e italiano y traducido por Juan Asperilla.
El contrapunto a la esposa usurera de Gelabert es Roberto Enríquez que da vida al patriarca familiar de los Jovine, compone muy bien un hombre del común, a ratos inflamable pero sin aspiraciones materiales, cuyo mísero salario de cobrador de tranvía no satisface a su mujer. Él desconfía de los chanchullos que se trae Amalia, es un moralista al que creen engañar toda la familia, aunque él no se engaña. El rol es el que interpretó De Filippo cuando estrenó la pieza en 1945 , mientras Amalia, como era costumbre, lo hizo su hermana Titina, con quien compartía compañía.
El negocio urdido por Amalia hace que el domicilio de la familia sufra un trasiego continuado de vecinos que buscan café, medicinas o lo que se tercie. Así es Nápoles, una casa abierta a la calle, o una calle que es una casa, universo de clases populares: el hijo y su amigo, dedicados al robo de vehículos (Dafnis Balduz); la hija y sus amigas, empleadas en seducir a los soldados americanos (Nuria Herrero); la vecina celestina (estupenda Rocío Calvo); la joven esposa que no sabe si está casada o soltera porque hace tiempo que su marido está destinado en el frente (desternillante Lourdes García); el padre de familia burgués víctima perfecta de Amalia, pues le esquilma todas sus propiedades (José Luis Torrijo); el contrabandista usurero, con quien Amalia se asocia material y sentimentalmente (Raúl Prieto); el vecino implicado en el estraperlo (Mario Zorrilla); el comisario amigo (Oscar de la Fuente)… Una veintena de personajes de una gran humanidad que resuelven once actores.
Tragicomedia neorrealista, se diría en términos cinematográficos, en línea con las películas de De Sica (recuerda la deliciosa El oro de Nápoles, que retrata la ciudad como una medina monumental atestada de niños), o tragicomedia realista, en línea con Historias de una escalera o La colmena de Cela. Sin embargo, el director catalán Antonio Simón (cuyo trabajo previo en la capital fue su bufonesco Esperando a Godot) firma una puesta en escena indefinida, que huye del realismo, pero tampoco se decanta por un estilo claro, moviéndose en tierra de nadie. Él mismo lo explica en el programa de mano: “Hemos planteado un viaje desde el realismo del primer acto a una esencialidad progresiva. Los entreactos sirven para plantear en tono documental la vida durante la guerra y la posguerra. Es fundamental construir ese universo de personajes que coexisten en ese barrio popular de Nápoles alrededor del bajo de la familia Jovine”.
Esa ambigüedad estilística hace que el espectáculo no fluya con naturalidad. Los entreactos con la proyección de imágenes documentales del Nápoles posbélico me resultaron gratuitos y asisto a esta tragicomedia extrañada por la funcionalidad de una escenografía que huye también del realismo y, aunque comprensible en el primer acto, luego se eleva del escenario sin entender muy bien la razón.
El mensaje final sobre el deterioro de los valores morales cuando los humanos vivimos circunstancias adversas y sobre nuestra responsabilidad individual tiene su conclusión moral: la célebre frase “es necesario que pase la noche” es la receta triste pero esperanzada de De Filippo.