Los teatros madrileños recuperan los aforos completos y vuelve el trasiego del público por sus vestíbulos y pasillos y el murmullo del patio de butacas que calla al subir el telón y nos muestra la ilusión de la noche. También supone la vuelta de las compañías extranjeras a nuestros escenarios, aunque con resultados tan contrastados como los que registré la semana pasada en dos escenarios madrileños: mientras le École des Sables presentó una coreografía de Pina Bausch en los Teatros del Canal de una placentera belleza desinteresada, la belga Needcompany ofreció Billy’s Violence en las Naves del Español, un aburrido y gratuito ejercicio de teatro experimental.
Se puede argumentar que los conceptos de bello y feo dependen del contexto histórico y de las distintas culturas, y a desentrañar el canon que cada una de estas establece se han dedicado numerosos estudios. Se dice también que lo feo es la antítesis de lo bello y a la inversa, como Shakespeare hace exclamar a una bruja en Macbeth: “lo bello es feo, lo feo es bello”. Pero, ¿han sido borradas realmente las fronteras artísticas entre lo bello y lo feo? Esa relatividad que hoy se impone sobre estos conceptos ¿la comparte una mayoría de la gente?
Por ejemplo, lo que École des Sables nos ofreció la semana pasada es, y no tengo dudas de ello, ejemplo de belleza y de placer y creo que estarían de acuerdo con ello el público que asistió a la función, que llenó hasta la bandera el teatro y con sus aplausos invitó a salir hasta cuatro veces a saludar a sus bailarines al final de la función. La compañía se distingue por la juventud y negritud de sus bailarines, procedentes de varios países africanos, también por la entrega y ferocidad con la que bailan. Fundada en 1995 por Germaine Acogny, que fue directora de la sede africana de Mudra (escuela Béjar), la directora no podía haber elegido mejor título para presentarla en Europa: La consagración de la primavera, en la versión que Pina Bausch estrenó en 1975.
A la desbordante energía del grupo se une la armonía de esta coreografía que Bausch, en su interpretación de la poderosa partitura de Stranvinsky, presenta como una ceremonia sacrificial con momentos en los que el grupo femenino de danzantes entra en un trance de una gran exigencia física. La pieza divide al elenco femenino del masculino y los enfrenta constantemente sobre el escenario. El argumento del ballet gira en torno a la joven que los hombres exigen a las mujeres para sacrificar y contentar a los dioses; estas se resisten, pero finalmente entregan a una de las suyas, una bailarina que danza como un delicado junco y se expresa con un sentido y conmovedor dramatismo en la escena final, cuando su vida está próxima a la muerte. Ella es Tanya Kaabral, de Cabo Verde.
La coreografía se distingue por el juego constante de agrupación y disgregación de los grupos, manteniendo a todos los bailarines sin un momento de descanso durante los 35 minutos que dura la pieza. Ellas visten ligeros camisones blancos que destacan sobre su oscura piel y que como un cristo velado acaban pegados a sus delicados cuerpos por el sudor de su esfuerzo físico. Danza telúrica, que recuerda las danzas tribales pero en una forma estilizada y que Bausch diseñó para ser bailada sobre una mullida alfombra de tierra húmeda cuyo olor te llega y te conecta más todavía con la Tierra.
Needcompany patina
También los artífices de Billy's Violence han tenido en cuenta nuestras pituitarias, aunque creo que no es deliberado, a tenor del mal olor que inundó la sala durante toda la función. La compañía Needcompany, compañía de origen belga, más concretamente flamenca, también se formó en la década de los ochenta. Dirigida por Jan Lauwers, hoy es de las formaciones europeas más consolidadas en la onda del teatro posdramático. Es asidua de los escenarios madrileños, donde ha presentado su mítica Isabelle's Room, pero también Guerra y trementina o el monólogo de Molly Bloom que exhibió el pasado Festival de Otoño.
Pero Billy's Violence poco tiene que ver con los títulos anteriormente citados. Este de ahora es un espectáculo concebido casi como un juego experimental para actores. Una producción confeccionada para rodar por festivales o teatros públicos donde ofrecer una, dos o tres representaciones en cada plaza como mucho. Está financiada por varios teatros europeos, públicos por supuesto, entre los que figura el Teatro Español y el Festival Grec de Barcelona, lo que explica que en el reparto figuren tres actores españoles como Nao Albet, Gonzalo Cunill y Juan Navarro (estos dos últimos habituales en los repartos de otro posdramático autor y director como Rodrigo García); también explica que mezclen el inglés y el español en el mediocre texto que largan y que firma el hijo de Lauwers, Victor Afung Lauwers.
El compositor de la obra, Maarten Seghers —vestido con un atuendo de bufón— cuenta a modo de prólogo lo que se propone la compañía: dice que en la época de Shakespeare había mucho sadismo —ya sabemos que al entrar en la capital británica por el puente de Londres te daban la bienvenida cabezas de delincuentes clavadas en picas— y han querido detenerse justamente en la muerte y la violencia recreadas por el bardo en diez de sus piezas, concretamente en las que padecen diez personajes femeninos. ¿Hay alguna razón para que sea solo sobre las mujeres? ¿Acaso Shakespeare discriminaba la violencia entre los sexos? No dicen nada de esto, pero por si acaso mejor estar en línea con el pensamiento actual de las féminas victimizadas.
Se tarda poco en darse cuenta que Billy’s Violence es un trabajo hecho para ser comprendido por las gentes de la profesión y alguno más que se haya aprendido la lección de antemano. Como no te conozcas el repertorio de Shakespeare, vas de cráneo, la obra se hace ininteligible. Puede que la mayoría conozca el conflicto de Julieta —transformada aquí en casi una historia de coprofagia—, pero saberse los de Portia, Ofelia, Gruoch (lady Macbeth), Cordelia, Cleopatra, Lavinia, Desdémona… es de nota.
En realidad, poco importa entender lo que dicen con esta serie de aburridas escenas paródicas, de historias descontextualizadas, privadas de su significado original, sin un hilo dramático, donde los personajes esputan o bailan enloquecidamente y sin fundamento, ofreciendo anárquicas acciones de violencia gratuita, con actores que se tiran al suelo o sueltan ruiditos por los micrófonos en la partitura electrónica que Seghers ha ideado con pretensiones de que sirva de hilo conductor. Se apoyan en Shakespeare, pero podían haber cogido las noticias de un periódico y el resultado hubiera sido el mismo.
Así llegamos a la escena final donde nos presentan un albañal de aguas inmundas en el que acaban sumergidos todos los actores y que propicia una plástica poderosa de toda performance que se precie, por aquello de teñir cuerpos desnudos en líquidos untuosos, una impactante imagen para publicitarse en redes y demás medios. Es un final que condensa lo visto y, además, descubre de dónde venía el rancio olor que se había instalado en la sala con este espectáculo. Lo posdramático de esta obra es que libra al artista de contar una historia y celebra la fealdad pretendiendo que el público disfrute con ella.