Hojeo la edición de El gran Gatsby que ha sacado Anagrama, con traducción y epílogo de Justo Navarro. Fue lectura y descubrimiento de juventud tardía, como otros libros del "pobre" Francis Scott Fitzgerald, que nos había sido presentado, con mala uva y bajo trazos patéticos, por Ernest Hemingway en París era una fiesta: ¡Scott y sus cuitas con el tamaño de su hombría! ¿Qué dirá Zelda?



Atrapados, entonces, entre la literatura realista de compromiso y las novelas de angustia existencial y metafísica, con un pie en el boyante barroquismo mágico del "boom" latinoamericano, las novelas de Fitzgerald traían la tentación triste de la alegre vida bohemia, el achampanado mundo de los ricos que siempre bailan y el dulce amargor de los amores contrariados a ritmo de jazz. Era imposible no querer acompañar a Jay Gatsby entre las mansiones de Long Island, a Amory Blaine en el campus de Princeton o a Pat Hobby por los bulevares de Hollywood, aunque, al final, el viaje se saldara con el fracaso y la caída.



El ponderado Nick Carraway narra el trágico desenlace de su vecino Jay Gatsby, el millonario sin filiación ni trayectoria, infelizmente empeñado en reconquistar lo imposible: el pasado, su romance con Daisy Buchanan, ahora casada.



Carraway advierte que Gatsby "representaba todo aquello por lo que siento auténtico desprecio". Pero también acaba de revelar el armazón moral de su punto de vista como narrador: no juzgar.



Recuerda un consejo de su adinerado padre: "Antes de criticar a nadie" -me dijo- "recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú".