Estoy trabajando mucho últimamente sobre Luis Buñuel y su cine. La casualidad quiere que dentro de unos días, el 29 de julio, se cumplan los veintinueve años de su muerte.



Buñuel fue un exiliado del franquismo. Recibió, como tantos, acogida en México, y allí desarrolló su carrera y vivió su vida. Sus películas eran prohibidas en España. Se le ignoraba y, por tanto, se le desconocía. Fraga le permitió volver para rodar Viridiana (1961) en su país. Ganó la Palma de Oro de Cannes, y la película fue inmediatamente prohibida en España. El guión de Tristana (1970) estuvo prohibido durante cinco años. Buñuel, al fin, pudo filmar la película en Toledo y fue nominado, por primera vez, al Oscar. Ganó la estatuilla, en 1973, con El discreto encanto de la burguesía (1972), y la película fue estrenada en España con cortes de censura.



Luis Buñuel era un genio, y los tiempos eran otros. Sin embargo, en estos días en que se está dejando morir el cine español, me viene a la cabeza la presunción -¿exagerada?- de que el desprecio y la persecución que sufrió Buñuel en España -mientras era aclamado en el mundo- no fueron sino el síntoma o la metáfora de un desdén persistente o endémico de muchos españoles y muchos responsables -e irresponsables- políticos hacia un arte demasiado moderno para ellos, hacia un arte que refleja la realidad, de una manera u otra, con sus cambios y zonas oscuras. Aquí sobra gente que ni quiere cambiar ni quiere ver. Y la censura es otra.



En marzo salió (DeBolsillo) una nueva edición de Mi último suspiro, las memorias de Luis Buñuel. Se han corregido algunos errores y erratas que, vez tras vez, se venían repitiendo. Lleva un índice onomástico de gran utilidad. Es un libro que vale la pena, pese a sus carencias, leer.



Siempre me han impresionado la negrura del último capítulo, “El canto del cisne”, y también del último párrafo. Faltaba poco más de un año para que Buñuel muriera. Él sabía que le quedaba poco, y escribió: “Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que no cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.



¡Cada diez años! No puede decirse que Luis Buñuel tuviera mucha curiosidad por el devenir del folletín del mundo. Dentro de un año, por estas fechas, le tocaría a Buñuel levantarse de entre los muertos. Los desastres siguen su curso a buen ritmo. Tan es así, que Luis Buñuel no encontraría, quizá, ni periódicos ni quioscos. ¿Ni salas de cine?