Alan Bennett ofrece con generosidad manifiesta lo que uno espera de un escritor británico que responda al lado bueno de los tópicos sobre el humor inglés: una irresistible mezcla de ironía, acidez, brillantez, inteligencia, impasibilidad, corrosión, elegancia y acerba crítica social, política y, por qué no decirlo, de costumbres. Gran diversión y material para dar que pensar sobre el punto al que las cosas han llegado: el individuo, la sociedad, los tiempos, las instituciones...



Perverso escritor polimórfico -teatro, novelas, televisión, guiones de películas-, Bennett, como otros grandes colegas suyos, gusta también de ponerse en peligro de ridículo desempeñándose como actor a sus casi 70 años.



Disfruté sobremanera con dos relatos, nunca largos y bastante separados en su producción, que también publicó Anagrama: La dama de la furgoneta (1989) y Una lectora nada común (2007).



La misma editorial nos regala ahora una obra suya de hace dos años, Dos historias nada decentes, que avisa y dice la verdad desde el título. Se trata, en efecto, de dos novelas cortas nada decentes, si bien este extremo -la indecencia- es susceptible de una jocosa especulación.



Son dos demoledores retratos de los secretos, fantasmas, contradicciones y disparates que anidan entre las cuatro paredes y bajo las alfombras de las circunspectas clases medias y, particularmente, de las damas en principio conspicuas y autosometidas al dictado de la respetabilidad.



Hablaré del primero -es más demencial el segundo-, en el que una reciente viuda madura verá alegremente trastocado su sólido centro de gravedad al alojar en su casa a una pareja de desinhibidos estudiantes y, sobre todo, al emplearse como simuladora de enfermedades en el laboratorio o seminario para jóvenes estudiantes de medicina tutelado por un doctor tan sabio como desenvuelto y, desde luego, sensible a los encantos no caducados de la mujer, un tipo de mujer muy capaz de descubrir que, en contra de lo que se obligaba a pensar y a favor de lo que intuía, la vida sigue tras la muerte de un marido tostón.



La señora Donaldson -así se llama la viuda- finge en una sesión ser un hombre, pese a su irrefutable aspecto de mujer. El alumno y futuro médico se pone nervioso, claro, y más cuando el señor/la señora asegura estar en la consulta por un problema de rodilla, algo muy ajeno a la presunta confusión sexual e identitaria que el novato le adjudica de inmediato.



Interviene el peculiar doctor que dirige la clase, adoctrinando al perplejo discípulo: “Recuerde. Usted es médico. No es policía ni sacerdote. Tiene que aceptar a la gente tal cual es. Recuerde también que aunque usted sepa, por lo general, más que el paciente sobre su estado, es él quien lo padece, y esto, más que cualquier otra cosa, le otorga una especie de sabiduría. Los conocimientos que usted tiene no le facultan para creerse superior. El conocimiento le convierte en el criado, no en el amo”.



¿No son buenas indicaciones para que las tengan en cuenta todos los médicos que se cruzan en nuestro camino cuando nos duele la rodilla o cualquier otra parte del cuerpo e, incluso, del alma de más delicada y difícil descripción?