Nórdica ha editado Una rubia imponente, el mejor cuento
de una de las mejores cuentistas norteamericanas del
siglo XX: Dorothy Parker. La escritora neoyorkina tenía
36 años cuando lo publicó, en 1929, y es impresionante
comprobar cómo el relato resume la esencia de su vida
hasta entonces al tiempo que anticipa el resto de su
existencia. Parker, que vivió lo suyo, apenas cambió,
siempre fue o aparentó ser lo que se esperaba de ella -
como de su protagonista-, “la alegría de la huerta”, y,
sin embargo, siempre estuvo apegada a una profunda y
autodestructiva tristeza interior. Llegó milagrosamente
a los 74 años y escribió mucho -también guiones para
Hollywood-, pero es probable que nunca volviera a
escribir algo tan condenadamente bueno y redondo como
Una rubia imponente.
Dorothy Parker narra la historia de Hazel Morse, una
vistosa rubia en la treintena, modelo de unos almacenes
de ropa, una mujer atractiva y divertida con gran éxito
entre los hombres por sus encantos físicos y su carácter
desenvuelto, ingenioso y despreocupado. El cuento trata
sobre cómo su mala cabeza le lleva a casarse con un
hombre idiota e inadecuado, el paso fatal para entrar en
un proceso de degradación -amantes pasajeros, alcohol a
expuertas- que la arrastra al borde del aniquilamiento.
El magistral relato guarda íntima relación de identidad
con el personaje principal y la propia Dorothy Parker. Me
refiero a que Una rubia imponente es un tremendo drama
que avanza hacia el desastre mediante una escritura
burbujeante, ligera, no exenta de humor, cuajada de
observaciones graciosas y de diálogos chispeantes.
Me ha dado por pensar que lo que Una rubia imponente
cuenta de las mujeres y de los hombres, y del amor y de
las relaciones personales entre ambos, y también el cómo
lo cuenta, sólo puede ser fruto de una mirada y de una
experiencia femeninas. Tal vez Francis Scott Fitzgerald,
en sus historias cortas, no estaría muy lejos, pero un libro
así confirma, por lo menos, que determinadas mujeres
escritoras, sin citar a Jane Austen, tienen un punto de
vista que no es exactamente intercambiable, ni mucho
menos, con el de sus colegas varones. Pienso también, y
por ejemplo, en Katharine Mansfield o en Jean Rhys. Y
no sólo no lo es, sino que necesitamos que no lo sea para
así, con la versión y la visión de la otra parte, conocer
mejor el mundo y conocernos mejor a nosotros mismos,
oportunidad que, salvo notables excepciones, la literatura
no nos ha dado hasta el siglo XX.
Cualquier muestra concreta, a modo de cita, y
forzosamente breve que pueda ofrecer de esa mirada,
resultará banal. Esa mirada se formaliza no con uno ni con
tres, sino con multitud de detalles más o menos sutiles,
que van por debajo y que, en lo decisivo, remiten a lo
psicológico.
Pensé en ello desde la primera página, cuando Dorothy
Parker presenta a Hazel Morse y dice de ella: “Se sentía
muy orgullosa de sus pies diminutos y era capaz de
soportar el sufrimiento por vanidad, en una pelea con
unos zapatitos puntiagudos y con tacones del número
más apretado posible”. Y, unas líneas más abajo, cuando
habla de las manos de Hazel, Parker escribe: “No debería
haberlas afeado con las pequeñas sortijas que llevaba”.
Avisé de que cualquier ejemplo concreto podría resultar
banal. ¿Pero presentaría así un escritor, un hombre, a
una mujer hermosa, a una rubia imponente?, ¿hablaría
de entrada de sus pies diminutos, de su sufrimiento
por vanidad, de su pelea con unos zapatos apretados,
de unas manos afeadas por las joyas? Es una mirada de
mujer. Más aún: de una mujer que sabe de sí misma y
mira a otra mujer sobre la que desea hacernos saber.
Dorothy Parker, mujer mira a mujer
7 mayo, 2013
02:00