El mantenimiento de la dignidad, la libertad, las convicciones, el sentido propio de la decencia. Ése es el asunto central de El héroe discreto (Alfaguara), el esfuerzo que une, entre Piura y Lima, a dos empresarios luchadores, al transportista Felícito Yanaqué –que sigue con ello el designio testamentario de su pobre, honrado y trabajador padre- y al asegurador –y más acomodado- Ismael Carrera, ambos acosados por distintas formas de la delincuencia ligadas, en diferente medida, al desvarío y desistimiento de unos hijos –no todos- poco partidarios de sumarse con su sudor al progreso de un Perú que hoy crece y se desarrolla y en el que, junto a persistentes grandes bolsas de pobreza e ignorancia, la delincuencia pequeña y grande, las mafias y la vieja y nueva corrupción están presentes. La novela ofrece, con minucia, el retrato y el paisaje de un país en dificultoso tránsito entre el pasado y el futuro.
Las muy desagradables peripecias de Felícito e Ismael proporcionan, sobre un variopinto fresco de la sociedad peruana actual, abundantes dosis de incertidumbre e intriga –con elementos criminales y policiales-, que acaban teniendo como creciente nexo de unión a un tercer personaje, el muy ilustrado -¿demasiado?- don Rigoberto, alto empleado de Ismael y viejo conocido de los lectores del novelista, como también lo son su esposa doña Lucrecia, madrastra del también conocido Fonchito, por no hablar del sargento Lituma y de las alusiones pasajeras a Josefino, los inconquistables, la Chunga o el burdel la Casa Verde, personajes y escenarios sobre los que Mario Vargas Llosa vuelve en este pleno y logrado regreso a su país de origen y al tono y al estilo que le han dado merecido prestigio.
Vargas maneja con gran pericia escenarios, personajes, acciones, espacios y tiempos paralelos, destinados a trenzarse, y lo hace sin perder ni el hilo del argumento ni el interés del lector, que, al contrario, se refuerzan y crecen conforme avanza la historia, con la notable excepción de un lance lateral que resulta demasiado central: los dudosos devaneos de Fonchito con un personaje de trazas presuntamente diabólicas que se le aparece. Anoté pronto que esta línea entorpecía, cansaba y ralentizaba y mantuve esa opinión al conocer su desenlace, aun cuando la trayectoria de esta misteriosa rama argumental le sirva a Vargas para algunas consideraciones personales sobre Dios, la fe y la religión.
Esta parte está lejos de la gran habilidad desplegada por Vargas Llosa, quien, con audaces elipsis, salta de corrido de un personaje a otro, de un tiempo a otro, engarzando y yuxtaponiendo en un relato fluido y lineal personajes y diálogos que, perteneciendo a momentos distintos, se integran con naturalidad y claridad en el mismo cauce narrativo. En la misma escena.
Habrá que decir que, teniendo tantos méritos la construcción y el manejo de la estructura, el último capítulo, con su cierre de tramas al estilo televisivo o cinematográfico, tiene algo de precipitado, de golpe de muñeca de guionista avezado, que se arriesga a ordenar los hechos, forzando los mimbres, hacia un clima complaciente para el espectador. Lector, en este caso.
Hay erotismo –menos del que quisiéramos los lectores- y algo de humor, cualidades siempre sobresalientes en Vargas, que vuelve a echar el resto –lejos de El sueño del celta (2010), a Dios gracias- en los diálogos, las descripciones, el acabado de los personajes y de las situaciones, todo ello, de nuevo, con un lenguaje riquísimo, sensual y musical, gozoso, podríamos decir, para la vista y el oído.
Hubiéramos querido tener más escenas íntimas entre Rigoberto y Lucrecia, saber más de lo que se traen entre manos Lucrecia y su sirvienta Justiniana y tener más noticia de los escarceos entre el rijoso capitán Silva y la formal Josefita, secretaria de Felícito. El sexo, ya se ha dicho, es una gran especialidad de Vargas, que suele llevarnos a la condición de 'voyeurs', pero en El héroe discreto sólo descorre un poco la cortina desde la que nos deja mirar. El libro va de otra cosa. De un país, de una sociedad que evoluciona con lastres y nuevas dificultades hacia adelante y para el que se propone –y se nos propone- una posición ética sólida e irreductible. Para mantenerla no hay que ser superhombre ni superhéroe, sino, como Felícito, una persona normal y con flaquezas, un 'héroe discreto'.
Y Vargas Llosa señala, con breve pero significativa contundencia, el papel negativo de ciertas prácticas periodísticas. Escribe: “Los hechos desaparecían bajo un chisporroteo frenético de exageraciones, invenciones, chismografías, calumnias y vilezas, donde parecía salir a flote toda la maldad, la incultura, las perversiones, rencores y complejos de la gente”.
Buena parte de este dardo va específicamente para las redes sociales y los blogs. Sólo unas líneas después, y por si no hubiera quedado claro, Vargas remacha el juicio ampliándolo al conjunto de los medios de comunicación: “La función del periodismo en este tiempo, o, por lo menos, en esta sociedad, no era informar, sino hacer desaparecer toda forma de discernimiento entre la mentira y la verdad, sustituir la realidad por una ficción en la que se manifestaba la oceánica masa de complejos, frustraciones, odios y traumas de un público roído por el resentimiento y la envidia”.
Palabras tan duras no están escritas para que queden perdidas entre las casi cuatrocientas páginas de esta novela. Vargas Llosa dispara con toda intención. Y obsérvese, ojo, que no carga tanto contra los medios y sus responsables como contra su público, sus audiencias, sus hoy activos usuarios y agentes de sus contenidos. El segmento necesario de un círculo vicioso y viciado.