Cuando muchos escritores españoles se escinden de nuestra tradición literaria y buscan abrevaderos y fórmulas en otras culturas e, incluso, en recetas genéricas de curso internacional,  Manuel Longares (Madrid, 1943) sigue permaneciendo fiel desde el principio a un proyecto en sintonía con la línea troncal de la literatura española: picaresca, Cervantes, Galdós, Baroja, Valle, Cela y por ahí, que diría Umbral, otro escritor que está en la cordada y que da nombre al premio que Longares ganó con su anterior libro, Las cuatro esquinas (2011).

Longares viene practicando, en esencia, un realismo urbano, que observa el comportamiento de las clases burguesas y populares con atención crítica a sus diferencias y al choque de sus intereses. Ese realismo no es puritano ni matemático, sino que está intervenido –como solía ocurrir- por un humor entre cáustico y corrosivo (según), por cierta melancolía lírica,  por la irrupción de elementos subculturales y por no pocas distorsiones en las lentes con las que el autor mira el mundo desde una serenidad dolorida. Como no podía ser de otra manera –que se dice ahora-, Longares actualiza esa tradición, la hace evolucionar y la moderniza con estrategias más o menos sutiles que van de la estilización a los efectos de distanciamiento irónico y de comentario implícito y escéptico.

Su séptima novela, Los ingenuos (Galaxia Gutenberg, 2013), narra en tres actos y en tres épocas –años 40, 60 y los 70 coincidentes con los días de la agonía del dictador- el devenir de una familia asentada en una portería de la calle Infantas y compuesta por el matrimonio titular del chiscón y sus dos hijos, chico y chica. Junto al siempre emergente, ajetreado y luminoso escenario de la Gran Vía madrileña, Longares muestra el rumbo que van tomando las aspiraciones de unas gentes procedentes de la emigración a la capital, gentes y gentes –la novela apunta a la coralidad- inmersas en la lucha por la vida, por la felicidad y por el amor. También, en algún caso, en la lucha política, en tiempos poco propicios para que el objetivo de la mera supervivencia deje paso al cumplimiento de inevitables fantasías y sueños peliculeros –en todos los sentidos- de mayor calado.

Lo mejor de este libro, sazonado de tristeza y disparate, está en su prosa, en una escritura muy elaborada, rítmica y pulida hasta adquirir una consistencia musical. Y en la mirada benevolente y compasiva que el autor posa sobre sus personajes, lo que no excluye el ocasional, bien mezclado y bien dirigido golpe de ojo sardónico.

Pasean, en el último tramo, Gregorio, el portero protagonista, y su amigo, el desmesurado cura Expósito, que ejerce a su modo su misión salvadora en los burdeles. Leemos: “Descendían la cuesta de Santo Domingo con exagerada prudencia para evitar resbalones. Agarrados del brazo vislumbraban la mañana de España…

-Después del Caudillo, la República –dijo Gregorio.

-Un Vaticano para una España Católica –deseó Expósito.”

Mencionaba al principio a Valle-Inclán. ¿Acaso no se escuchan en esta escena los ecos de las pisadas y las voces de Max Estrella y Don Latino de Hispalis en su penoso y esperpéntico tránsito por la noche madrileña en Luces de bohemia