Seguimos conociendo con asombro, merced a Periférica, las exquisitas y breves novelas, tantas veces autobiográficas, de la escritora norteamericana afincada en Europa Mary Ann Clark Bremer (1928-1996), muy literarias, pero tocadas por un vago aroma cinematográfico, a película romántica en blanco y negro de los años 40. No es casualidad que, entre citas de escritores –el pensador irlandés liberal-conservador Edmund Burke, notoriamente-, en el libro que paso a comentar haya también referencias cinéfilas explícitas a Marlene Dietrich y a Orson Welles.
Hablamos de Una pasión parecida al miedo –la traducción es de Hugo Bachelli-, que he leído con el mismo temor a que sus páginas terminaran con el que leí hace unos meses El librero de París y la princesa rusa, comentado en este blog. Y es curioso, porque el libro trata, precisamente, del miedo, del miedo a la pérdida, del miedo a la pérdida del amor pleno, y ese amor, esa plenitud y ese miedo se sienten al recorrer sus páginas y al comprobar que se van terminando.
Las dos obras tienen algo en común: amores crepusculares, de gran finura, ajenos al sexo, con marchamo de imposibles y acechados, de un modo u otro, por la muerte.
En Berna, una mujer –que narra la historia tiempo después- y un hombre, antes desconocidos entre sí, coinciden durante una semana en un hotel. Viven algo más que una amistad –una pasión-, pero sin entrega física. Sus días y sus noches están hechos de paseos bajo la nieve cogidos del brazo, de charlas en los cafés al calor del chocolate y del coñac y de las historias que él le cuenta a ella. Bajo la sombra del nazismo y de la guerra, ambos perdieron dramáticamente a la mujer y al hombre de sus vidas. Ella confiesa haber tenido otras relaciones, ¿pero se puede volver a tener el amor de una vida? No comparten el mismo criterio sobre esto.
Las historias que D. –sólo conoceremos su identidad a través de esta inicial- le cuenta a ella, unas cinco, son hermosas y tienen que ver –sea como comentario, prolongación o contrapunto- con el trasfondo de su propia historia. A Clark Bremer no parece importarle el desequilibrio que, desde un punto de vista de rigor técnico, esas historias introducen en la estructura de su libro. Y tiene razón, porque lo esencial es que quedan absorbidas en la intimidad y en la unidad de sentido de su relato que, en todo momento, deslumbra por su belleza y por las enormes y delicadas sugerencias de sus escenas, de sus ideas, de sus palabras.
Hay mucho entre lo que elegir en este precioso, minimalista texto. Ella escribe: “Me decía a cada momento que debía “conformarme” con aquella semana, con aquella suerte, con aquel encuentro que había desembocado, sin proponérmelo, sin proponérnoslo, en un amor que él, con sorna, llamó “maduro” en su última carta. El amor de los que nada esperan ya del amor”.
Clark Bremer explora un universo de paradojas sobre el amor, que en modo alguno conducen a la presunción de su inexistencia real: la pasión sin sexo, la madurez sin garantía de continuidad sólida, la felicidad como obstáculo a su misma prolongación, el deseo de perennidad como certificado de la conveniencia de un final.