[caption id="attachment_645" width="171"] Josep Pla, en Llofriú[/caption]

Destino, la editorial de su amigo Josep Vergés y la más importante de su vida –ligada al semanario del mismo nombre en el que publicó artículos durante más de treinta años-, edita La vida lenta, de Josep Pla (1891-1981), un grueso volumen de “notas para tres diarios”, preparado y prologado por Xavier Pla y traducido del catalán por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.

Son textos que no estaban escritos para ser publicados tal cual. No son diarios, sino –como aclara el subtítulo- material para una futura elaboración de diarios. Está claro que su lectura no será fácil para cualquier lector, sino para los muy interesados seguidores de Pla, quienes, no obstante, sentirán cierta fatiga al abordar las notas correspondientes a 1964, que aparecen como reiterativas respecto a las de 1956 y 1957 y que, además, están escritas de una forma todavía más sinóptica y con menos expansiones en opiniones, narración de hechos y descripciones.

La reiteración, no obstante, es el factor que acaba aquí creando un mundo y un autorretrato personales, que decanta un ritmo y una melodía musicales, que consuma un modo de escribir ya de por sí austero y limitado a un territorio espiritual propio y a un entorno físico y geográfico –con la notable excepción de los viajes- reducido.

Pla escribe en su masía ampurdanesa, junto a Palafrugell, en la que está encerrado y, a la vez, de la que escapa diariamente al atardecer para cenar y conversar con amigos en el pueblo. Consigna y valora sus comidas –con su predilección por los productos de temporada de la tierra- y certifica –y lamenta- el abuso cotidiano del alcohol y del tabaco, que le intoxican y le desordenan.

Digamos que un ordenado desorden –o al revés- rige su vida, monótona y apesadumbrada, de la que se queja y que desea cambiar, una vida que está plagada de contradicciones: tan pronto disfruta de la soledad como se lamenta de ella y busca a los otros; recibe y se encuentra con los demás y está harto de la gente; goza de la casa y de la cama en solitario y sufre en ella…

Pla se pasa el día en la cama, con frecuencia hasta después del mediodía, dormitando, leyendo y escribiendo. Regresa de Palafrugell muy pasada la medianoche y muy pasado de licores y cigarrillos –cargado-, y entonces pelea con un insomnio pertinaz que le debilita, le amarga y le trastorna, que le hace aflorar las más pesimistas y neuróticas reflexiones, a veces, podría decirse, al borde mismo del brote psicótico, de la locura. Sin embargo, y parece mentira, en esas noches de combate y pesadilla alterna el poco sueño con la prolífica escritura de artículos y libros, aunque no para de deplorar que pierde el tiempo.

Sobre todo en las notas del 64 –y eso sí es una novedad-, sus noches se ven asaltadas por los recuerdos y por la obsesión de Aurora Perea, una antigua novia a la que ha visitado en los años precedentes, a la que ayuda económicamente y con la que mantiene un tormentoso contacto epistolar.

El solterón –y aficionado a las mujeres, incluidas las profesionales del sexo- se agita en su lecho con calambres eróticos ingobernables, que incluso le llevan al onanismo.

Pla, no poco hipocondríaco, se siente morir a los 59 años, está convencido de que le queda muy poco tiempo de vida. Vivió 25 años más. Los lectores de Pla y de El cuaderno gris ya saben de la personalidad y de la mentalidad que aparece en este libro, pero cualquiera podría pensar que se trata de las notas de un loco o de alguien que acabó loco y mal. Con todos los rasgos de lucidez (y confusión), inteligencia privilegiada (y torpeza para tantas cosas), humor (y malhumor), hedonismo (y autodestrucción) y con prosa bella y luminosa, La vida lenta es un libro bastante terrorífico.

Cada día, Pla levanta acta del tiempo que hace, de los vientos (tramontana, mistral, garbino…), de si llueve o no (le encantan la lluvia y las tormentas), de sus comidas y bebidas, de su penoso trabajo, de sus relaciones amistosas (con gente notoria y con particulares) y familiares (la madre, muy importante), de sus entrevistos asuntos bancarios y de negocios, de sus constantes desplazamientos a Barcelona y por poblaciones cercanas, de sus lecturas, de sus viajes de largo recorrido por Europa y, junto a destellos de placer y gozo, lo que se impone es un fuerte y contagioso sentimiento de hartazgo, de desazón, de asco –él habla de asco- y de negatividad hacia sus propios rumbos, el rumbo del mundo y el rumbo de una España franquista mediocre y asfixiante cuya falta de evolución le desespera y le hace especular con marcharse del país.

Con una línea tritura a un personaje que no le place. O lo contrario. Con un par de adjetivos exalta un momento, da luz a un renglón, redondea una idea o un párrafo inteligentes. A veces, nos hace reír, como cuando dice que una señora o un señor –no encuentro ahora la cita- tiene cara de culo de gallina: también hay divertidas ocurrencias y sombrías ironías. Es Pla, un payés cascarrabias que leía el New Yorker y a Montaigne, que detestaba el Barroco (madre de todos los males) y seguía la política internacional como si pudiera influir enella. Inagotable, pese a estar siempre cansado.

Nada más empezar el libro, ya nos encaramos con la situación esencial. Escribe el 1 de enero de 1956: “Esta noche, cuando volvía a casa (a las dos) a pie, con una tramontana fortísima en contra, pensaba que, a veces, la vida parece más larga que la eternidad. En la cama (glacial), leo los dos últimos números de “Il Borghese”, hasta las ocho. Me levanto a las cuatro de la tarde. Hace un día despejado, soleado y lívido –sin viento. ¡Año nuevo, vida nueva! Me paso lo que queda del día en casa, junto al fuego”.

Ni el año ni la vida serán nuevos. Eso es una broma siniestra que Josep Pla se hace a sí mismo, que tantas veces nosotros nos hacemos a nosotros mismos. “La vida parece más larga que la eternidad”. Esa es la idea y el sentimiento de Pla: estar condenado a vivir en un bucle inacabable.