Periférica, en su colección Largo Recorrido, parece estar desarrollando una incipiente línea editorial dedicada a los libros que tratan de los libros. Después de publicar La librería ambulante y La librería encantada, ambos de Christopher Morley –los más amables y entretenidos-, y también Los amores de un bibliómano, de Eugene Field, da ahora a conocer, con traducción y notas de Ángeles de los Santos, El bibliótafo (1898), del crítico, editor y profesor de Literatura norteamericano Leon H. Vincent (1859-1941)

Familiarizados con los bibliófilos y los bibliómanos –dos grados sucesivos en el amor y pasión por los libros-, tenemos menos en cuenta a los bibliófobos –que los odian- y a los biblioclastas –que los destruyen-, y menos aún a los bibliótafos. De todos ellos y de algunos más habla Vincent.

El bibliótafo es un coleccionista compulsivo que acapara ingentes cantidades de libros sin el propósito de leerlos y disfrutarlos personalmente y bajo criterios de selección tan amplios como difusos. No comparte sus posesiones con nadie, más bien, al contrario, se limita a retirar libros de la circulación y ocultarlos. Tampoco persigue, ni a la corta ni a la larga, su comercialización mediante la reventa. Su afán se colma con la mera acumulación masiva y secreta.

Leon H. Vincent pone en pie el retrato de un bibliótafo que ha sepultado decenas y decenas de miles de libros en un gran almacén de un pequeño e insignificante pueblo. Nos habla de su carácter, de sus gustos y de sus andanzas, al margen o no de su patológica afición. El perfil de este personaje –que parece tan real como ficticio- permite a Vincent relatar lances y, sobre todo, sacar a la palestra a escritores y libros célebres mediante un sinfín de anécdotas y comentarios –no exentos de humor y de muy amplios conocimientos librescos- que entretienen al buen lector y al buen bibliófilo.

Al principio de su excursión, Vincent trae a colación a Richard Heber (1773-1833) –las notas de la traductora son imprescindibles-, célebre coleccionista inglés que llegó a poseer cerca de 150.000 libros, y escribe: “Uno puede comprar libros como un caballero, lo cual está muy bien. O puede comprar libros como un caballero y un erudito, lo cual está mejor aún. Pero para ser un verdadero bibliófilo debe uno parecerse a Richard Heber y comprar libros como un caballero, un erudito y un loco”.

Así pues, a juicio de Vincent, la bibliofilia al modo de Heber –caso excepcional- exige de alguna dosis de locura, que siempre, en nuestro imaginario, va unida a toda pasión excesiva o materializada en el exceso. Lo que no sabemos es la medida exacta de esa locura y a partir de qué frontera puede ser ya claramente diagnosticable.