Entre culebras y extraños. El título adelanta y acoge muy bien los peculiares y sorprendentes ingredientes de la novela de Celso Castro (A Coruña, 1957), escritor a quien he tenido el gusto de leer por vez primera. También sugiere su encarnadura poética, misteriosa y acaso algo mágica.

Castro no emplea mayúsculas después de los puntos, y no pone puntos al final de los párrafos, y utiliza constantemente los guiones pequeños para acotar palabras y frases, con frecuencia con un efecto humorístico. Éstas y alguna otras excepcionalidades estilísticas no suponen, a mi juicio, una impostación del estilo literario, precisamente, sino que son perfectamente acordes con la idea de crear una voz interior monologante, susurrante, torrencial pese al carácter fragmentario de la narración, que sirve con perfección al tono obsesivo y acumulativo con el que el narrador y protagonista del relato vierte sus recuerdos.

Estamos ante una novela de iniciación y aprendizaje, ante el retrato de un incipiente artista adolescente y seriamente enfermo. El estilo no busca ninguna clase de sublimación o idealización, pero sí evita, con la ayuda de los fuertes hechos narrados, cualquier pringosidad costumbrista.

El narrador evoca los terribles episodios vividos en su tránsito entre los 16 y los 17 años, cuando su padre murió de repente y a él, enfermo de nacimiento, le fue diagnosticada una tuberculosis. El chico, formado por la biblioteca de autores rusos de un padre al que odiaba en un mundo de mujeres, lee con fruición –y subraya, y anota, y comenta- a los filósofos griegos, y a Kierkegaard, y a Nietzsche, y, sobre todo, a Schopenhauer, con quien comparte altas dosis de pesimismo, misoginia, insociabilidad y descreimiento.

El muchacho, mimado e hiperprotegido por su madre, mantiene una pasión romántica y carnal hacia una compañera de instituto, Sofía, que se revelará escurridiza tras el descubrimiento de cierto dato biográfico apabullante y, al filo de un verano gallego y campestre, conocerá y vivirá hechos muy desestabilizantes respecto a su hermana Vera, a la que está muy unido en una pelea constante.

El humor, tan divertido como amargo, es el emulsionante de una historia trágica y desgarrada, en la que la presunta pedantería del joven huraño, sensible y en permanente estado de punitiva introspección –y tan tierno y llorón también-, está magistralmente retorcida para servir a la inocencia y a la comicidad, siempre salvando, en formidable pirueta, la hondura existencial del relato, el equilibrio entre la frialdad y la emoción. Entre culebras y extraños(Destino) hace de Celso Castro uno de los escritores más singulares del momento.

Escribe el narrador: “…al igual que las deficiencias de mi aparato respiratorio se habían hecho visibles y podían observarse y señalarse con el dedo en las radiografías, estaba totalmente convencido de que otras manchas de idéntica textura necrosada, de supurante verdín, del liquen más putrefacto, afeaban mi corteza cerebral, y todas provocadas por esa insensibilidad hereditaria. sí, ya sé que es un asco”

Y Castro, como decíamos, no pone punto al final del párrafo. Es una de las múltiples ocasiones en las que el narrador, no exento del egocentrismo y del narcisismo propios de su edad, reforzados por la enfermedad, se escruta, se autorretrata y se autodefine, generalmente para inculparse y autolesionarse, terminando con un quiebro, con una frase colgada –como en muchos diálogos- de efecto, al mismo tiempo, distanciador e irónico. Una piedra que cae en el agua quieta y cuyos círculos son otras tantas sugerencias a seguir.