Crimen en el canal
No he sido lector habitual de Georges Simenon (1903-1989), y eso que me he perdido. Lo he comprendido a la perfección al releer, en los últimos años, El gato y al entregarme a la lectura estupefacta de Las hermanas Lacroixy La nieve estaba sucia, al entrar en las habitaciones oscuras y cerradas del escritor belga, que no constituyen solamente un espacio físico, sino, sobre todo, un espacio moral y espiritual irrespirable.
Este verano debería haber leído Pedigrí, su gran novela autobiográfica, pero, renuente a las distancias largas, he preferido dar un breve paseo con Jules Maigret por las orillas de un canal del Marne, en la región de Épernay –tierra de viñedos y champán-, al noreste de París.
Dos cadáveres. Primero, el de una mujer; después, el de un hombre. Dos barcos en el canal, el “Southern Cross”, yate de ricos, y “La Providence”, una modesta gabarra. Al alto y ancho Jules Maigret le tocará investigar la posible relación entre los dos asesinatos y las dos embarcaciones, entre los dislocados pasajeros que parecen solazarse en un viaje de placer –que esconde un infierno- y los modestos trabajadores que navegan y trabajan para su precaria subsistencia.
En El arriero de “La Providence” (Acantilado), el comisario Maigret vuelve a hacer, obviamente, lo que le es propio: interrogar, buscar pistas e indicios, hilvanar hipótesis, esclarecer los crímenes. Bien. Misterio e intriga captan suficientemente la atención del lector, quien, como es costumbre, va formulando sus particulares especulaciones. Lo normal.
Pero en esta novela de Simenon, como en tantas de las suyas, cuentan y mucho los personajes, principales y secundarios, que no son marionetas de un teatrillo de incertidumbres, sino hombres y mujeres que soportan el peso de una vida desfavorable y abrupta, que son propensos a naufragar en sus relaciones amorosas, sexuales, amistosas o de poder: el negro pesimismo de Simenon, su amargo existencialismo.
Con traducción de Núria Petit, la prosa de Simenon brilla una vez más en la creación de atmósferas y en la descripción de tareas y paisajes. La acción sucede en días y noches de lluvia, en las aguas y en las riberas del canal del Marne, y se habla magníficamente de las faenas y las máquinas, del trabajo en las gabarras y en las esclusas, de las gentes del río y de las tabernas y ventas que lo flanquean. Esas descripciones son tan económicas como extraordinarias, y Simenon tiene una sobresaliente facilidad para poner en pie los –digamos- decorados y mover en ellos a sus personajes con un estilo tan literario como cinematográfico.
A veces comento aquí algún fragmento de un libro que, por no ser muy trascendente, puede parecer hasta tonto o banal. Maigret pedalea junto al canal, y Simenon escribe: “Dos bestias eran conducidas por una niña de ocho o diez años con un vestido rojo, que llevaba su muñeca en brazos”.
Supongamos que las bestias son dos grandes caballos que tiran de una gabarra. El contraste entre las bestias y la niña pequeña que los guía ya es suficiente. Pero el escritor añade –podía no haberlo hecho- que la niña lleva un vestido rojo y una muñeca en brazos. El vestido rojo y la muñeca convierten la escena de dos líneas en algo definitivamente plástico, inocente y, si se quiere, dramático.