[caption id="attachment_1179" width="200"] Robert Aickman[/caption]
Atalanta editó hace cinco años una selección de narraciones de Robert Aickman (1914-1981) con el título de Cuentos de lo extraño, recogiendo así fielmente el calificativo que el escritor londinense prefería para sus relatos, extraños, strange tales, antes que terroríficos o fantásticos. El volumen llevaba un prólogo de Andrés Ibáñez, imprescindible para conocer al autor y establecer su genealogía literaria.
Ahora Atalanta acaba de editar, con traducción de Arturo Peral Santamaría e Irene Maseda Martín, Las casas de los rusos, que toma su título de uno de los seis cuentos que conforman el libro y que, como en la anterior ocasión, proceden de varias de las colecciones en las que Aickman –también novelista, dramaturgo, memorialista y filósofo- fue agrupando su narrativa breve.
Si está bien elegido el título, también lo está –para abrir boca y quedar fijado a la lectura- el relato que abre el libro, La tolvanera, a mi juicio el mejor y más redondo de todos, que aprovecha el escenario de una gran mansión campestre para construir una atmósfera de corte gótico en la que el misterio y la incertidumbre sostenidos –derivados de la inexplicable presencia de una gruesa capa de polvo en el interior del edificio- abrirán camino a la irrupción de un fantasma y a la revelación de un acontecimiento luctuoso del pasado que, sin explicar nada desde el punto de vista realista, contiene la clave de cuanto sucede al margen de lo natural o lógico.
En este relato, queda establecida la importancia primordial de las casas –propia del género- en los cuentos de Aickman, también de los espacios naturales e igualmente de los personajes femeninos, siempre inquietantes, protagónicos y vehiculantes de contenidas sugerencias eróticas, a veces más desarrolladas, a veces simplemente apuntadas hacia tensiones sexuales latentes. La muerte, por supuesto, se manifiesta igualmente como ingrediente decisivo o como angustiosos origen o perspectiva.
En La tolvanera puede decepcionar que las oportunas explicaciones sobre las causas de lo inexplicable lleguen de golpe, de la misma manera que en otros relatos es patente un desequilibrio estructural entre las distintas partes que componen la narración, pudiendo pensarse que los prolegómenos o el primer tramo de lo narrado transcurren con confiada parsimonia hasta que se desatan los acontecimientos decisivos. Aickman parece estar seguro –como sucede con otros cultivadores del género- que esos tramos prolijos y preparatorios son los que atrapan al lector, que debe dominar su impaciencia a la espera de ser recompensado con las revelaciones o los desenlaces que le colocan ante el horror final o ante el fuerte y definitivo desasosiego.
Perturbadores sin duda son cuentos como No más resistente que una flor, En edad de crecimiento o Ravissante, en los que, respectivamente, el comentario de un marido sobre el descuidado aspecto de su esposa desata un tremendo proceso de transformación de ésta, la familia y la maternidad hacen crisis por el desarrollo desmesurado de unos niños monstruosos o el legado de un amigo pintor lleva al conocimiento de una no menos monstruosa y sorprendente mujer.
En Ravissante, por cierto, que gira en torno a la pintura, Aickman, citando los nombres de artistas concretos –Wiertz, Degouve de Nuncques, Mellery y otros-, da pistas muy precisas sobre sus fuentes de inspiración ajenas a la literatura y situadas en la imaginería de algunos pintores simbolistas y románticos.
En Ravissante, también, Aickman incluye las siguientes líneas de trazas confesionales: “Odiaría dar lástima a una mujer y, por otro lado, odiaría estar con una mujer que me diera lástima, una mujer que no fuera lo suficientemente atractiva para formar parte de la guerra de los sexos y que, por lo tanto, se encontrara disponible para alguien como yo. No me interesa estar con una mujer cuya belleza sea menos que extraordinaria. Quizá se deba al artista que hay en mí. La verdad es que no lo sé. Creo que sólo deseo al tipo de mujer que no es probable que me desee a mí. No puedo afirmar que el tema no me preocupe, pero, de acuerdo con lo que he leído y oído, me sorprende que no me preocupe aún más”.
No es Aickman quien habla directamente así, sino uno de sus personajes. La intuición nos dice, sin embargo, que estas cuitas transmiten el sentir del escritor y modulan los retratos, fantasías y relaciones entre mujeres y hombres que aparecen en sus relatos, en los que hay desequilibrios, rupturas y accidentes en la convergencia entre lo femenino y lo masculino.