[caption id="attachment_1404" width="560"] Leo Perutz[/caption]
El comienzo es deslumbrante. Viena, 1909. Después de un intrigante “prólogo en lugar de un epílogo”, que ya hace imposible no seguir leyendo, el narrador en primera persona de la historia, el barón y oficial Von Yosch, nos lleva a la casa del veterano actor Eugen Bischoff, gran divo del teatro, atribulado por su progresiva pérdida de condiciones interpretativas, que todavía no sabe que su banco ha quebrado.
El propio barón, el viejo doctor Gorski y Dina, esposa del actor y antigua amante de Von Yosch, interpretan un trío de Brahms, ante la recelosa presencia de Félix -hermano de la mujer-, interrumpido por la intempestiva llegada del ingeniero Solgrub.
En un ambiente cargado de tensión -Von Yosch sigue amando a la ahora distante Dina, Solgrub es un impertinente que habla siempre como con segundas, Félix parece estar al tanto con disgusto de las pasadas relaciones entre su hermana y el barón-, un nervioso y quebrado Bischoff ve la necesidad de contar una historia que conoce de primera mano: la del doble e inexplicable suicidio de un joven y prometedor pintor y de su hermano militar, quien, queriendo comprender lo sucedido a aquél, imita de incógnito los últimos días y pasos de su hermano, llega a alojarse en su misma habitación y, sin que medie razón comprensible, un mal día también se da muerte.
El concierto doméstico de Brahms, las erizadas relaciones entre los reunidos sobre un proceloso mar de fondo y, sobre todo, la historia del doble suicidio son un formidable arranque, repleto de expectativas y sugerencias, que llega a su culminación cuando se escuchan dos disparos, y Eugen Bischoff, que se había retirado a su estudio para ensayar una breve interpretación de un fragmento de Ricardo III ante sus amigos y familiares, aparece muerto. ¿Suicidio -otro más- o asesinato? Empieza la investigación. Hay indicios y hay sospechas, claro, pero vive Dios que no va a ser una investigación cualquiera.
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares incluyeron con rendida admiración El maestro del juicio final (1923), del escritor checo Leo Perutz (1882-1957), en “El séptimo círculo”, su ya canónica y mítica colección de relatos policiales editada por Emecé a partir de 1945. Fue, salvo error, la primera vez que el texto se traducía al castellano y el volumen 27 de la colección. Con traducción de Jordi Ibáñez, Libros del Asteroide vuelve a poner en circulación un texto que también editó Destino en 2004.
Hay muerto, sí, pero no hay policía. La investigación, motivada por el espanto, la desconfianza y la avidez por desembarazarse de una pesada carga, va a correr a cargo del barón Von Yasch, el doctor Gorski y el ingeniero Solgrub, quienes, ni mucho menos, forman un equipo compacto y coordinado. No es porque la acción transcurra en Viena, pero las pesquisas se desarrollan entre lugares y personas que muy bien nos pueden hacer recordar el expresionismo en blanco y negro de El tercer hombre.
Es altamente complicado escribir bien sobre esta novela sin desvelar al lector su desenlace y, con él, ponerle sobre la pista del complicado engranaje temático que sustenta su muy laboriosa trama. Renuncio al ensayo en aras de estimular su lectura. Perutz pone en pie un descomunal artificio, que sólo puede ser fruto de un minucioso trabajo previo de composición. El seguimiento al detalle de la sinuosa ruta de la investigación, durante la que poco a poco -y, sobre todo, en el tramo final- las piezas van encajando, se hace, a veces, en una notable penumbra, que no desanima al lector, pues Perutz, con su maestría, se gana su confianza y su interés. El lector va intuyendo, desde muy pronto -sobre todo, si lee con atención desde el principio- que los márgenes más o menos realistas del relato criminal convencional van a ser rebasados con creces con la comparecencia de la Historia, la fantasía, el onirismo ambivalente e, incluso, la experiencia lisérgica, a la que llamo así por analogía y para ensombrecer la apoteósica conclusión de la novela en el terreno del apocalipsis bíblico, y eso en el caso de que esta novela tenga una clara conclusión, pues su principio es en parte su final y su final es en buena medida su principio.
He leído El maestro del juicio final -donde Perutz, judío de origen sefardí vuelve a hacer alusiones a España- tras disfrutar y asombrarme hace un año con De noche, bajo el puente (1953), también publicada por la misma editorial. Recomiendo al lector de estas líneas que lea sin dilación ambas novelas. Su placer será intenso y comprobará lo que ya sabe o intuye: la enorme distancia que hay, a la hora de manejar el pasado histórico, el arte y el pensamiento al servicio de un artefacto argumental irresistible, entre un erudito, un intelectual, un poeta y un prosista de la categoría de Leo Perutz y sus voluntarios o involuntarios imitadores de segunda o tercera división.
El doctor Gorski cree haber comprendido lo esencial, y Perutz, por su boca, se aproxima a una hipótesis sobre la creación artística: “En el cerebro, la fantasía está localizada en el mismo lugar que el miedo. ¡Eso es! Miedo y fantasía están ligados de manera indisoluble. A lo largo de la historia, los más grandes soñadores siempre han vivido poseídos por los peores miedos y los más espantosos terrores. ¡Piensen en el Hoffmann más fantasmagórico, piensen en Miguel Angel, en el Brueghel pintor de infiernos, piensen en Poe…!”
¿Cuánto miedo se puede llegar a soportar?