[caption id="attachment_1476" width="560"] Patrick Modiano[/caption]

Vacío y miedo. Habitaciones vacías, sin apenas muebles; calles vacías, sin apenas gente. Y en ese vacío, el miedo. El miedo que produce la soledad, el desamparo, el no saber, la carencia de lazos afectivos sólidos, la ausencia de anclaje en un pasado con certidumbres, el carácter borroso del presente, el deambular en busca de explicaciones. Vacío, miedo y vagabundaje, siempre al borde de un abismo, que ya es interior -por la falta de señas de una identidad precisa, por la falta de amor- y que puede llegar a ser el gran hueco que albergue el final, la nada, la muerte.

Hay otra forma de abordar la sustancia argumental de las novelas de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), que vuelve a ser efectiva para Joyita, relato de 2001 que ahora rescata Anagrama con traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

Otra vez estamos ante una narración de naturaleza policial, pero sin asesino, sin crimen y sin policía. Eso sí, con la ciudad (París y su extrarradio) como escenario, como mapa detallado. Bien mirado, el asesino -el padre desconocido, la madre que huye- y el crimen -el abandono- tienen una entraña moral, espiritual. Y no hay policía que investigue, pero sí hay, como tantas veces, una investigación, una investigación abordada por la propia víctima del crimen, que necesita saber qué pasó y por qué pasó. Necesita una respuesta, pero también la teme.

Todo empieza cuando, en una estación de metro, una joven descubre a una mujer madura que viste un abrigo amarillo. El abrigo amarillo, un emblema poético en esta novela en blanco y negro. La joven, en una situación precaria y de devastación, cree reconocer a su madre, a la madre que, sin explicación, la abandonó años atrás para irse a vivir a Marruecos, donde, según le han dicho, murió. ¿Murió? ¿No es esa mujer del abrigo amarillo?, ¿no es esa mujer, ahora envejecida, que ella recuerda de su infancia?, ¿no es la mujer que vio tantas veces retratada en un cuadro? Ese cuadro, otro emblema poético de la novela, como la caja de galletas que la joven conserva con vestigios y pistas de su pasado. Y del de su madre, claro.

La joven -que ahora se llama Martine, pero que quizás se llamó Thérèse- sigue a esa mujer, pero no se decide a abordarla. Saldrá a su encuentro más veces, la seguirá hasta su casa, recogerá información sobre ella, pero dudará de si debe o no debe hablar con ella, pedirle explicaciones, plantarle cara. En el transcurso de esa indagación, y a través de la chica, Modiano bosqueja -siempre bajo los ecos de su propia biografía de niño abandonado- el pasado de la madre y de la hija. Y en esa indagación y en ese pasado está la novela.

En la madre de Joyita -que usó varios nombres y que, de actriz a condesa tuvo varias personalidades, verdaderas y falsas- reside el problema de la identidad y de las identidades que, envueltas en misterios y penumbras, es tan habitual y querido en la narrativa de Modiano. Joyita es el nombre artístico -ternura en la desolación- que la madre puso a la hija cuando quiso que, como ella misma, participara en una película, en la que, en efecto, tuvo un pequeño papel. El cine en Modiano, que no es una cita nada más, nunca, sino una atmósfera que contagia la imaginería de la propia novela y, en su forma más depurada y literaria, el propio estilo narrativo de la novela, tan propenso a elegantes elipsis.

Si esa madre, la mujer del abrigo amarillo y del cuadro, crece y crece en la novela, como crece, por supuesto, el personaje de la hija y narradora, en la evocación e intento de discernimiento del pasado, Modiano, como es su costumbre -y no puede ser de otra manera-, no desatiende el presente, el itinerario actual de su protagonista, que va a conocer, principalmente, a tres personajes también enredados en enigmas. Dos -el traductor de programas de radios extranjeras y la farmacéutica que la socorre en una crisis- serán benéficos lazarillos de amor y de amistad, aunque, a su vez, potenciales contenedores de sorpresas. El otro, una niña con padres envueltos en alguna clase de inquietante mentira, será el conmovedor y desazonante espejo en el que ella misma puede reconocerse como en una dramática prolongación o reflejo de su propio pasado.

Martine, mientras investiga sobre su madre, obtiene un trabajo de supervivencia (insuficiente) como cuidadora de la hija de un matrimonio de muy extraño comportamiento. Las mentiras -otro tema del libro- se suman a las mentiras. Una noche, la madre sugiere a la niña que acompañe un trecho a Martine, que ya ha terminado su turno. Y dice: “Cuando está oscuro, la mando muchas veces a dar la vuelta a la manzana…Así se entretiene…Le da la impresión de que es una persona mayor. La otra noche manifestó incluso el deseo de dar una vuelta más…Quiere entrenarse para dejar de tener miedo…”

El miedo, ya dije. ¿Pero qué madre en sus cabales propone a su pequeña hija que salga a dar vueltas a la manzana en la noche? Ésta es la clase de personajes y de situaciones que, sin llegar a ser muy enfáticos, siembran de angustia las novelas de Modiano, crean imágenes perturbadoras -una niña andando sola de noche por la calle- y, ojo, aportan estratégicas incógnitas al relato, ya que es inevitable pensar qué podrá sucederle a esa niña más adelante.