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José Jiménez Lozano, o la música callada de la literatura. Dicho sea parafraseando a José Bergamín, otro católico a su manera. De otra manera, digo. Ni las fanfarrias del muy merecido Premio Cervantes (2002) lograron sacar al escritor abulense (Langa, 1930) de las delicias de su rincón campesino y castellano, donde es avistado por crecientes lectores de morro liso. Con aires de brillante periodista de provincias y de leguleyo de pueblo, Jiménez Lozano, por vocación o por destino, o por las dos circunstancias, sigue interpretando el papel de paseante rural que se detiene a ver a las cigüeñas en el campanario y a hablar con los viejos en la solana. Y, luego, a sus cosas, que son leer y escribir sin descanso.
En 1999, en Anthropos, Jiménez Lozano publicó Maestro Huidobro, una novela que simulaba ser el recuento biográfico de dicho personaje hecho por sus discípulos. El juego continúa con Memorias de un escribidor (Confluencias), firmadas por el mismísimo y mentado Isidro (Idro) Huidobro y halladas de improviso en algún cajón que, sin duda, bien podría amueblar la fantasía de Jiménez Lozano.
Expulsado de una notaría, el escribiente es animado a pasar a la condición de escribidor, pero el caso es que no le dan la cédula o el carnet en la ventanilla correspondiente. Entre unas cosas y otras, el escribidor, para llegar a serlo, se moviliza desde sus campamentos-base de Arévalo y por ahí para un viaje iniciático, cargado de experiencias forjadoras y nutrientes de su ambición, que le irá llevando, con indiferencia hacia las prescripciones temporales y espaciales consabidas, por épocas y lugares diversos y de capricho, vagamente situados en el acreditado imperio europeo de Constancio Cloro y aledaños, lo que le permitirá conocer y tratar –aunque sea durante un breve rato de conversación- a grandes personalidades de las letras, las artes y el pensamiento.
Este viaje doblemente fantástico, que a veces tiene reminiscencias de periplo de pícaro y otras de argonauta sin barco, permite a Jiménez Lozano sacar a colación un montón de asuntos enjundiosos, de sonoros personajes y de personales juicios sobre el antes y el ahora mismo de la literatura, de la historia y de la vida, no siendo manca –y sí cervantina- la posibilidad de aludirse a sí mismo a su conveniencia y de dar algunos duros soplamocos de actualidad con mano blanda y abierta.
La excursión es muy divertida, y sigo pensando que un secreto muy bien guardado –que debería serlo a voces- de Jiménez Lozano es su gran sentido del humor, hecho a medias de la actitud senequista y pretendidamente cateta de su mirada y de la finísima inteligencia –satírica, en ocasiones- con la que aplica sus desbordantes conocimientos.
Sin dejar de mirar de reojo la poesía, el lenguaje de Jiménez Lozano aúna el perfume intenso de la tradición literaria clásica española con el sabroso coloquialismo de los paisanos castellanos, y de esta hibridación compositiva, y de la agudeza del escritor, surgen precisamente el humor y una rica textura musical que el lector agradece, pues no es poco el placer intelectual que le procuran.
Y, antes de resultar del todo contagiado, aunque mal, por el lenguaje del escritor, veamos cómo escribe Jiménez Lozano nada más poner al escribidor en cantares: “Lo cierto es que, en casa del cordelero de Arévalo, estuvo trabajando algún tiempo el escribidor, a partir del día mismo en que fue a parar allí, cuando decidió serlo, para comprar tinta, papel, plumas y una goma u otro artificio de borrar lo escrito. Y el cordelero fue quien le aconsejó que escribiera en cuadernos de tapa azules porque el azul es muy bueno para los ojos y para las ideas que aparecen allí volando, como las golondrinas y los vencejos o las grullas y las garzas, e incluso también las águilas que luego se ponían en los escudos de los emperadores y gente de muy alta alcurnia”.
Pues así.