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El próximo mes de julio se cumplirá el centenario del nacimiento del director sueco Ingmar Bergman (1918-2007), cineasta crucial, inmenso, incalculable. La pareja, la mujer, la muerte, Dios, el sexo, la enfermedad, la infancia, la vejez, la familia, la violencia y la angustia de vivir fueron algunos de los temas fundamentales que Bergman –también escritor y hombre de teatro y televisión– trató en su prodigiosa e inconfundible filmografía, que se desarrolló a lo largo de siete décadas y nos dejó, con un estilo visual y narrativo muy personal, más de cincuenta películas, en su mayoría memorables, varias accesibles ahora mismo en DVD –muchas menos de las deseables– y muy pocas, apenas ninguna, visibles en televisión, ahora que la televisión pública, lamentablemente, no cumple, como antes, con su función de filmoteca sin muros. Bergman: un gigante, un genio. Sin paliativos.
Con prólogo de Jonás Trueba y traducción de Carmen Montes, Nórdica, ante la efeméride, vuelve a editar Persona, el texto literario que sirvió de base a la película homónima de 1966, protagonizada por Liv Ullman y Bibi Andersson, una de las más importantes del cineasta. Escribe Bergman: “No es esta creación mía un guión cinematográfico en su acepción habitual. Lo que he escrito se asemeja más, en mi opinión, al tema de una melodía, el cual, según creo, podré ir instrumentando a lo largo de la grabación”. El caso es que el texto de Persona es, se nos aparece y podemos leerlo como una novela corta, bella e intensa de expresión, inteligente en su estructura narrativa, poderosa en su dramatismo, significado e imágenes. Porque la literatura, no lo olvidemos, proporciona imágenes.
Supongo al lector de estas líneas familiarizado con la portentosa filmografía de Ingmar Bergman, y no voy a hacer el esfuerzo de elegir títulos para citar descartando otros igual de valiosos, ni voy a ocupar espacio con una enumeración informativa que habría de ser extensa.
Recordaré solamente que Persona, una de las películas fundadoras de la singularidad de Bergman, llegó en una de las décadas más brillantes –¿cuál no lo fue?– del cineasta, los años 60, los años de Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1962), El silencio (1963), La hora del lobo (1968) y La vergüenza (1968).
Elisabet, una actriz teatral reconocida, casada y con un hijo, sufre una crisis emocional durante una representación de Electra. Enmudece en el escenario durante más de un minuto y no vuelve a recuperar la palabra. La doctora que le atiende le cede amistosamente su casa de la playa y le proporciona la compañía de Alma, una enfermera que habrá de atenderle en el intento de superación de su crisis.
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El texto de Bergman –no he parado de subrayarlo– tiene muchos pasajes remarcables, sea por su belleza literaria, por las ideas que acogen o –y todo a la vez– por su trascendencia en el relato. Elijo uno en el que la doctora, al principio, plantea a Elisabet el núcleo de su problema, la cuestión que luego se va a dilucidar: “¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de “ser”. No parecer, sino ser. Consciente, alerta cada instante. Y al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma. La sensación de vértigo y la sed constante de desenmascaramiento. De verdad por fin descubierta, reducida, quizá aniquilada. Cada tono una mentira y una traición. Cada gesto una falsificación. Cada sonrisa una mueca: el papel de esposa, el papel de colega, el papel de madre, el papel de amante, ¿cuál de ellos es el peor? ¿Cuál te ha causado más tormento? Representar a la actriz de rostro interesante. Mantener unidas todas las piezas con mano de hierro y lograr que encajen. ¿Qué falló? ¿Dónde fracasaste? ¿Fue el papel de madre el que te destrozó?...”
Máscara, en latín, significa “persona”. Ser persona significa tener una máscara. O, si se quiere, la máscara es la persona y la persona es la máscara. La crisis que sufre Elisabet no es privativa de ella, aunque puede que su condición de actriz –que representa distintos papeles, que se esconde tras la máscara de sus personajes– la agrave. Pero el meollo, para todos, está en ese abismo entre lo que somos para los demás y lo que somos para nosotros mismos. Sentimos, o podemos sentir, la necesidad de desenmascararnos. ¿Pero, entonces, qué somos, qué seremos? ¿Cómo superar el hecho de que vivir es, entre otras cosas, representar un papel? ¿Uno? Varios. ¿Entonces?
En la casa de la playa, poco a poco, se va a desencadenar un drama. La enfermera Alma va a tratar de ayudar a Elisabet, que sigue muda. Pero en su proceso, en su relación, mediante un juego de espejos, Alma va a ir perdiendo su papel –y los papeles–, Alma se va a ir identificando con Elisabet. O, si se quiere, se va a ir produciendo una transferencia de la crisis. Alma y Elisabet van a identificarse en su complementariedad, van a ser dos rostros –o máscaras– del mismo problema. Van a ser una sola persona desdoblada. Cada una va a ser el doble de la otra, pues todos tenemos un doble o acogemos al doble de nosotros mismos. Las dificultades de pareja o con la maternidad se revelarán como el epicentro de una crisis ahora compartida con violencia, una crisis que no es sino, en su más virulenta manifestación, una crisis de identidad. ¿Quién saldrá mejor o peor parada de las dos?, ¿Elisabet, al fin y al cabo ejercitada en quitarse y ponerse máscaras, en cambiar de papel? ¿O Alma –atención al nombre de la enfermera–, que puede llegar a descubrir lo que en realidad es y no acertar a representarlo, a camuflarlo con una máscara?