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En un reciente coloquio sobre Mayo del 68 en la Casa de los Poetas y de las Letras de Sevilla, dije que la imaginería y las actitudes de los jóvenes insurgentes del Barrio Latino bien podrían representar la evolución de esos mismos jóvenes cuando estaban retratados en los personajes de las primeras películas de la Nouvelle Vague.
Es, ciertamente, una afirmación hecha un poco a bulto, que requeriría de muy concretas precisiones. En el 68, aquellos jóvenes de las películas de Godard, Truffaut o Chabrol, frecuentadores de pisos de amigos, cafés, librerías y cines, buscadores a tientas de una nueva forma de vivir la vida y el amor, incipientes inconformistas desde el malestar de sus propias crisis personales y de encaje en la sociedad, ya no eran tan jóvenes. No eran los estudiantes de Nanterre y La Sorbona. Pero…
Pero hablo de una evolución, de ellos mismos y de sus hermanos más pequeños. También, en estos días, se ha recordado que Godard y Truffaut, entre otros, encabezaron la protesta que detuvo el Festival de Cannes el día 19 de aquel mayo. Antoine Doinel, el niño mal querido, cinéfilo y lector, carne de orfanato, de Los cuatrocientos golpes (1959), de Truffaut, ¿acaso no podría ser, nueve años después, uno de los chicos que lanzaba adoquines contra los CRS en mayo?. Podría. De hecho, su protagonista, Jean-Pierre Léaud, había aparecido en varias películas del “subversivo” Godard y, de hecho, acababa de protagonizar a sus órdenes –y con Anne Wiazemsky- La chinoise (1967), la película que anticipó la contribución maoísta a los sucesos de Mayo.
Sirvan estos prolegómenos para decir que las novelas –ciertas novelas- de principios de los años 60 también anticipaban, sólo fuera en modo indiciario, el perfil de los jóvenes sesentayochistas. Y, en concreto, la que ahora nos va a ocupar, Todos los caballos del rey (1960), de Michèle Bernstein (París, 1932), que Anagrama ha vuelto a editar doce años después, con traducción de María Teresa Gallego Urrutia y con muy buen ojo y criterio.
Adjudiquemos al buen ojo volver a poner sobre la mesa lo que la novela tiene -si no en la literalidad de la letra, sí en su música y su perfume- de señalización del ambiente que precedió al Mayo del 68 que venimos conmemorando. Adjudiquemos al buen criterio reactivar la plena vigencia que hoy tiene su factura literaria. Incluso podríamos decir que su brillante levedad aparente, su impresionista y elíptico tono narrativo, su carácter apenas disimulado de autoficción narrada por una mujer que explora sus márgenes de libertad e independencia y la caracterización de sus jóvenes personajes –insatisfechos, rebeldes sin causa todavía definida, ajenos a la moral burguesa, bisexuales y poliamorosos…- alcanzan hoy las más óptimas condiciones de lectura. Lo que en la novela hay de contradicciones, desencanto, fracaso, precariedad, búsqueda, confusión y voluntad hedonista también encaja muy bien hoy.
Pero, volviendo al 68, hay más y muy concreto detrás y delante de Todos los caballos del rey. Su autora, Michèle Bernstein –reflejada en el personaje de la joven Geneviève- fue fundadora de la Internacional Situacionista en 1957. Más mayor, dedicado misteriosamente a la “reificación” –concepto marxista sobre la alienación y la mercantilización del hombre que los situacionistas pusieron al día-, Gilles, su pareja (abierta) en la novela, refleja a Guy Debord, marido de Michèle durante varios años y, sobre todo, también fundador, líder máximo e inspirador principal de la Internacional Situacionista, otra de las fuentes fundamentales de las torrenciales aguas de Mayo del 68.
Guy Debord publicó en 1967 –atención a la fecha- su muy influyente ensayo La sociedad del espectáculo y, en estos días, como quien no quiere la cosa, Anagrama vuelve a editar, en una nueva versión y con el añadido de un texto inédito, la prolongación y recapitulación de aquel libro, esto es, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988).
En una nota a modo de prólogo de Éditions Allia –la editorial que rescató Todos los caballos del rey muchos años después-, se nos informa que el insigne crítico y escritor francés François Mauriac (1885-1970) –muy católico, resistente antinazi, académico y Premio Nobel- recibió la novela de Bernstein en las páginas de L’Express de esta manera: “¿Cómo es que a una chica joven y guapa como Michèle le gusta aparentar que es un gamberro fugado de un correccional?”. Queda clara la visión de Mauriac. La nota añade que bastó ese comentario para que Michèle Bernstein pasara a ser “el monstruito de la temporada”.
La nota no dice –no viene a cuento- algo que me apetece y me divierte contar, y que aquí resultará ilustrativo del ambiente francés y del choque entre generaciones durante los años 60. François Mauriac, que dedicó tan sintomáticas palabras a Michèle Bernstein, era abuelo de la arriba mencionada actriz Anne Wiazemsky (1947-2017). El pobre y bondadoso Mauriac no debió de ganar para disgustos en aquel tiempo, pues su querida nieta –ambos se adoraban y, en la medida de lo posible, se comprendían-, se lió en 1966 con Jean-Luc Godard con poco más de 19 años, se casó con él –diez años de matrimonio-, se hizo maoísta por un tiempo y protagonizó La chinoise y seis películas más del cineasta. ¿También era Anne un gamberro fugado de un correccional? De muy acomodada e ilustrada familia, Anne estudió Filosofía -¿dónde?: ¡en Nanterre!- y allí conoció a un alumno muy ligón llamado… ¡Daniel Cohn-Bendit!, inmediato líder de Mayo del 68. En fin, todo esto y mucho más lo contó estupendamente Anne Wiazemsky –excelente novelista después- en Un año ajetreado (2012), que también publicó Anagrama.
Volvamos a Todos los caballos del rey, aunque lo principal ya está dicho. El hilo argumental es fino. Es, en efecto, tenue. Gilles y Geneviève forman una pareja que se ama, están muy bien juntos y se dejan la máxima libertad. Así, de París a la Costa Azul, entran en escena y en la cama (con gran pudor, dicho sea de paso), entre ausencias y horas compartidas, Carole (que pinta), Bertrand (que aspira a ser poeta) y Hélène (que escribe una carta).
Bernstein abre su relato con una cita del cardenal de Retz (muy querido por los situacionistas) y saca a la palestra a Baltasar Gracián (muy querido por Debord). Su historia –ir y venir, comer, beber, charlar, hacer el amor- contiene, en las dosis justas, sensualidad, placer, dolor, camaradería, tentativas, despiste e, incluso –lejos de la amoralidad que se le achacó-, una cierta forma de moral. Es muy inteligente y alberga comentarios, quiebros, introspecciones y juicios tan delicados como agudos.
Respetada periodista literaria en el diario Libération durante quince años y autora de otra novela, La nuit (1961), Michèle Bernstein juega también –juega mucho- con la propia literatura. Juego de espejos. Y así hace decir a sus personajes que tienen nombres de personajes de novela y que, de hecho, son personajes de novela. Y, en una juguetona, desafiante y divertida pirueta final, incluye, en una carta de Hélène a Carole, una posible crítica –o autocrítica- a Gilles y a Geneviève. ¿A Debord y a ella misma?
Leamos: “Son personas taradas; es una raza que está por todas partes, puedes creerme. Esos dos le sacan partido a una aparente inteligencia, de la misma forma que los más ricos utilizan el dinero. Pero ¿qué hay tras las groseras contradicciones de su vida? Nada que no sea un tremendo fondo de mal gusto. Ni siquiera voy a reprocharles que sean unos borrachos, cosa que, bien pensado, se les nota una barbaridad. Lo que desprecio y compadezco es esa frivolidad incurable”.