La presentación editorial, a cargo de Nórdica, de Juventud sin Dios (1937) incide en el valor que la novela del escritor austríaco Ödön von Horváth (1901-1938) tiene como descriptiva del contexto de educación y propaganda que condicionó la adhesión al nazismo entre los jóvenes. Ciertamente, ése es un contenido central del libro, que da lugar a otras dimensiones no menos sustanciales.
El narrador en primera persona, un maestro de enseñanza media de 34 años que imparte Historia y Geografía, cuenta en los primeros capítulos un revelador y significativo incidente. Un alumno ha escrito en una redacción que “todos los negros son ladinos, cobardes y vagos”. El profesor, que ya calla muchas cosas, se atreve a reprenderle con medida moderación: “Los negros también son seres humanos”, le dice.
Esta razonable corrección provoca la airada visita y protesta del padre del muchacho y una firme llamada de atención del director de la escuela. ¿Qué está pasando? El plan de estudios ya está impregnado de la ideología nazi, con su nacionalismo y racismo supremacista, con la exaltación del colonialismo y la guerra, en conexión con la propaganda que a toda hora emite la radio y que ha calado en las familias. Los chicos son insensibles ya a cualquier orientación humanista y, crecidos, se entregan al desprecio y a la burla. Estamos en el caldo de cultivo que prepara el militarismo imperialista de Hitler y la Segunda Guerra Mundial.
Juventud sin Dios, traducida y anotada por Isabel Hernández, no está formalmente dividida en partes, pero en su segundo tramo narra la vida diaria en un campamento al que es destinado el profesor y en el que un instructor militar enseña a los alumnos a disparar. En ese campamento, entre otras incidencias, se produce un crimen. Un alumno es asesinado. La novela adquiere entonces, con deliberada estrategia narrativa, el carácter de relato de intriga criminal, con la necesidad de discernir las circunstancias y la autoría del asesinato. Finalmente, la novela narra el juicio en los tribunales al principal sospechoso del crimen. Tanto en este tramo como en el anterior, Horváth introduce, cumpliendo con las reglas del género, giros y sorpresas, aunque su objetivo de fondo siga siendo describir un clima moral y social envilecido.
Pero, entre tanto acontecimiento que retiene la atención del lector, el hilo conductor soterrado que interesa a Horváth es otro. El maestro, acosado por el ambiente, se pliega en principio a la sumisión y al silencio. Se acobarda, se siente y es un cobarde. Piensa en su sueldo, en su puesto de trabajo y en su pensión. No se enfrenta al ambiente totalitario. Se amarga y se resiente. Odia a sus alumnos como sus alumnos –intoxicados por las directrices políticas y familiares- le odian a él.
Ve tanto dolor a su alrededor que completa su ruptura con Dios. Ese Dios que permite tanto horror es horrible, llega a decir. Lo detesta. A través de una crisis religiosa profunda, no sé si decir que unamuniana, y en contacto con un heterodoxo cura pascaliano –párroco preterido en un pueblo próximo al campamento-, el profesor –y la novela con él- se adentra en disquisiciones teológicas sobre el Mal, el libre albedrío y la culpa, que son el tránsito hacia una reflexión iluminadora sobre la verdad y el deber, y el deber de decir la verdad. El profesor recorrerá una especie de camino de Damasco, que supondrá –no sin sacrificio- su regeneración moral y, por ende, la resolución de la compleja intriga criminal que ha tejido la novela. Así pues, y por si fuera conveniente recapitular, Ödön von Horváth logró poner en pie una novela con una triple dimensión: histórica y sociopolítica, con marcados tintes de denuncia y alegato; narrativa adscrita al género criminal y judicial y, por último, filosófica y ética, de corte existencialista.
Juventud sin Dios tuvo un éxito inmediato. Como recuerda el escritor y amigo suyo Franz Werfel en la introducción, Von Horváth era sobre todo un dramaturgo muy reconocido y de gran talento. Huyendo de los nazis, refugiado en París antes de la Ocupación, murió trágicamente en los Campos Elíseos en 1938, cuando, durante una tormenta, la rama escindida de un árbol lo golpeó en la cabeza.
A todo esto, una novela de tanto calado y significación como Juventud sin Dios está escrita con vertiginoso ritmo y fluidez, estructurada en 44 capítulos breves y veloces y en un estilo seco y directo, con renglones –muchas veces- de una sola línea, lo cual, sin embargo, permite perfectamente tanto el monólogo interior como la expresión de importantes ideas y estados de ánimo y de conciencia.
Horváth, que también hace apuntes sustanciales sobre la pobreza, la marginalidad y la desigualdad, describe en las siguientes líneas parte del mencionado pueblo cercano al campamento: “Ahorran luz porque no tienen luz. La casa parroquial está junto a la iglesia. La iglesia es un edificio austero, la casa parroquial tiene un aspecto muy plácido. Alrededor de la iglesia está el cementerio, alrededor de la casa hay un jardín. En la torre de la iglesia suenan las campanas, de la chimenea de la casa sale un humo azul. En el jardín de la muerte crecen flores blancas, en el jardín del cura crecen las verduras. Allí hay cruces, aquí hay un enano de jardín. Y un ciervo acostado. Y una seta”.
El párrafo es largo, una excepción en la novela. Sin embargo, está hecho de frases cortas, yuxtapuestas, y tiene el ritmo rápido del que antes hablaba. La descripción es muy plástica y, sobre todo, moderna. Es cinematográfica, se corresponde con planos sucesivos de corta duración. Así podría empezar una película antes de presentar a los personajes e iniciarse la acción.