Los volcanes de Miguel Mihura
Dionisio es un joven tontaina y sin experiencia. Ha vivido siempre en un pueblo pequeño y al día siguiente se va a casar muy temprano con Margarita, su primera y única novia, una chica que tiene su dinerito. Pasa su última noche como soltero en una ciudad de provincias, en la modesta pensión que regenta el solícito y pringoso Don Rosario. Está tan contento y se dispone a dormir, pero en su habitación van irrumpiendo los disparatados, alegres y bulliciosos miembros de una compañía de “music-hall”, que están de juerga y debutan al día siguiente en la capital. Con ellos entra en su vida otra vida hecha de baile, champán, risas y coqueteos. Y entra, sobre todo, Paula, una adorable, ingenua y vitalista –y también melancólica- muchacha de 19 años, que encuentra a Dionisio la mar de mono y que lo toma como cómplice de sus sueños de felicidad, hasta ahora no cumplidos.
Dionisio descubre, de repente, otro mundo, otras posibilidades, otro futuro muy distinto al aburrido, ordenado, austero y convencional que le pinta, en inesperada visita, su futuro suegro, Don Sacramento. Los minutos corren con la chispeante Paula, y se acerca el amanecer, la hora fatal de su verdad: casarse con Margarita. ¿Podrá Dionisio escapar a su aciago destino?
Pocos textos, teatrales o no, son tan divertidos y, a la vez, tan tristes –suprema habilidad- como Tres sombreros de copa, la pieza que Miguel Mihura (1905-1977) escribió en 1932 y no logró estrenar hasta veinte años después. Ya se sabe, es un hito transformador del teatro español y europeo y, ya se ha dicho mil veces, anticipa el Teatro del Absurdo. Podemos leerla en la edición de Cátedra, por ejemplo, y, sobre todo, asistir en estos días al excelente montaje que dirige Natalia Menéndez en el Teatro María Guerrero (CDN).
La obra de Mihura va de menos a mucho más. Y conforme crece el jolgorio en escena, y se acrecienta el carrusel de situaciones y personajes vodevilescos, y en la medida en que crece el extraordinario ingenio verbal y –ojo- poético de Mihura, más se va cerrando el foco en Dionisio y Paula, en la amargura y en el drama que puede suponer tener que renunciar a una existencia ideal e idílicamente pimpante y dichosa.
Absurdo, todo el que se quiera, pero, al mismo tiempo, se filtra desde fuera del escenario la sombra inclemente de un realismo atroz, el que supone el diagnóstico pesimista e implacable de la vida burguesa y reglada, comprometida y aburrida, cuajada de rituales y obligaciones que a todos nos acecha y nos engulle. En ella reside, nos viene a decir Mihura, el verdadero absurdo.
El misógino, misántropo y, por supuesto, mujeriego Mihura, muy atento a todas las “paulas” que pudieran cruzarse en su vida, no era partidario del matrimonio. En Tres sombreros de copa no nos dice qué réditos y ventajas tiene la soledad al cabo de los años, pero, libertario y hedonista, nos hace oler las mieles de una vida juguetona y despreocupada, fácil de desear y difícil de conseguir y mantener más allá de la juventud. Sabemos que es así. Sabemos, al menos, que es inevitablemente así para la mayoría.
Dionisio todavía no ha recibido la angustiosa visita de su inminente suegro, que le pintará un panorama familiar desolador, como si fuera la gran cosa –aunque a Don Sacramento también se le nota su condición de víctima, un deje de lúgubre ironía-, y Paula todavía no sabe que Dionisio tiene novia y, lo que es peor, que se va a casar con ella en una horas. Con toda su blancura moral –la obra es blanca-, Paula le dice, entusiasmada, a Dionisio: “Estos días lo pasaremos muy bien, ¿sabes?...Mira…Mañana saldremos de paseo. Iremos a la playa…, junto al mar… ¡Los dos solos! Como dos chicos pequeños, ¿sabes? ¡Tú no eres como los demás caballeros! ¡Hasta la noche no hay función! ¡Tenemos toda la tarde para nosotros! Compraremos cangrejos…¿Tú sabes mondar bien las patas de los cangrejos? Yo sí. Yo te enseñaré...Los comeremos allí, sobre la arena...Con el mar enfrente. ¿Te gusta a ti jugar con la arena? ¡Es maravilloso! Yo sé hacer castillitos y un puente con su ojo en el centro por donde pasa el agua... ¡Y sé hacer un volcán! Se meten papeles dentro y se queman, ¡y sale humo…! ¿Tú no sabes hacer volcanes?”
Estas líneas son, en verdad, emocionantes y hermosas. Un sueño. Un sueño de vida. Aunque Paula no se olvida de que por la noche habrá función. O sea, el deber del trabajo. La obligación. ¡Pero hasta entonces…! Y los castillos en la arena, como en el aire, son un proyecto frágil y efímero. ¡Qué fastidio! ¡No importa! Mihura sabe que vivir no es, por desgracia, pasarse el día en la playa, comiendo cangrejos, sean lo que sean la playa y los cangrejos para cada cual. Pero quizás podamos pensar -¡para no morirnos de pena!- que Mihura, como Paula, nos propone rescatar la infancia siempre que podamos, volver a ser “chicos pequeños”. Hacer volcanes. ¿Tú no sabes hacer volcanes?