A su copiosa bibliografía sobre cine y otras parcelas de la comunicación -más de cuarenta obras-, el catedrático, historiador y cineasta Román Gubern añade ahora un libro de contenido y título singulares, Un cinéfilo en el Vaticano (Nuevos Cuadernos Anagrama). Resulta que, en 1990, durante un congreso celebrado en La Habana, Gubern conoció al sacerdote catalán Enrique Planas, director de la Filmoteca Vaticana, creada en 1959 durante el papado de Juan XXIII, que hoy alberga, entre documentales sobre la vida de la Iglesia Católica y películas comerciales, unos ocho mil filmes. Años después, en 1994, cuando Gubern se acababa de incorporar a la dirección del Instituto Cervantes de Roma, el padre Planas se puso en contacto con él y le invitó a formar parte de una comisión pontificia que había de abordar diversas tareas con ocasión de la celebración del primer centenario del cine.
No hace falta decir que Gubern, pese a su juvenil formación y militancia marxistas (y semióticas), luego derivadas hacia un librepensamiento progresista, aceptó la invitación con lealtad y con la natural curiosidad que hace al caso: conocer de cerca los pasillos vaticanos y algunas de sus interioridades, llegando a ser el único laico que formó parte de la pontificia comisión.
Un cinéfilo en el Vaticano, escrito con el sutil humor marca de la casa y con el volterianismo educado que caracteriza a Gubern, se asoma, en efecto, a algunos recovecos vaticanos, traza un perfil del entonces arzobispo norteamericano John P. Foley, responsable de la comisión y siempre propenso a la carcajada estruendosa, y va dando noticia de los trabajos desarrollados: de cómo quedó en papel mojado su informe sobre las relaciones entre cine y universidad -donde calificaba a Jesucristo como “personaje célebre”-; de cómo -entre otras razones, por una indiscreción suya- no se pudo designar un santo patrón de los cineastas y del resultado de una interesante deliberación destinada a establecer tres listas que incluyeran las mejores películas de la historia en atención, respectivamente, a sus valores religiosos (una), morales y humanos (dos) y, tres, artísticos.
Todos los cinéfilos, como está demostrado, somos muy aficionados a las listas, y estas tres largas listas ofrecen curiosidades y sorpresas. Gubern cuenta que, entre cerca de cincuenta títulos, sólo figura uno de los que él propuso: La strada, de Federico Fellini, en el apartado de valores artísticos, en el que también se consignan películas de Kubrick, Welles, Chaplin, Lang, Renoir, Murnau y otros. Ah, y Luis Buñuel entró en la lista de filmes de “valores religiosos” con Nazarín.
No quiero desvelar aquí los muchos apuntes jugosos que sazonan este librito (119 páginas) de muy apetitosa lectura, ni tampoco destapar ninguno de sus varios cotilleos. Hay en él un muy interesante tramo ensayístico -el extenso capítulo titulado Controversias doctrinales- en el que Gubern describe y glosa dos aspectos relevantes en la historia del arte: la polémica evolución del criterio católico respecto a la representación artística de lo sagrado e, ídem, respecto a la representación de la figura de Jesucristo en el cine. En el primer apartado, Gubern reproduce varios y muy sabrosos fragmentos del apremiante interrogatorio de un inquisidor a Paolo Veronese por causa de la Última cena que pintó el artista de Verona en 1573.
A modo de guinda, el libro incluye un tan divertido como melancólico texto epilogal titulado Ante la laguna. La laguna es la de Venecia, pero, a mi juicio, Gubern desliza la sugerencia de que también podría ser la Estigia, la laguna de la muerte. Gubern publicó en su día sus memorias, Viaje de ida (1997), y este texto, de impronta literaria y personal, bien podría ser una especie de desinencia de aquellas.
Cuenta Gubern que, tres años después de finalizadas sus tareas cinéfilo-vaticanas, acudió a Venecia para dar clases durante un cuatrimestre en la Venise International University, situada en la isla de San Servolo, y que allí se produjo su “reencuentro con la religión”, en parte materializado por su amistosa relación con el prior de unos monjes armenios (y barbudos) residentes en la vecina isla de San Lázaro.
Es divertida (muy intencionada) la contextualización que Gubern hace de su estancia veneciana en un territorio que había albergado dos manicomios, una leprosería y un centro de torturas de la Gestapo. Bueno, divertida no es la palabra, exactamente, pero, con el concurso de los monjes armenios, Gubern establece, ciertamente, un territorio bizarro para las reflexiones sobre “el otoño” de su vida.
Después de haberse referido a sus periplos por el mundo, a su nomadismo vital, en unas líneas conclusivas y con fuste confesional, escribe: “…me di cuenta de que mi vida viajera que antes describí, más que la búsqueda de una patria, era probablemente fruto de una triple convergencia: de la pulsión de huir de mí mismo (por alguna culpa subconsciente), de la complementaria búsqueda de mí mismo y del anhelo de encontrar un paraíso perdido. Y decidí que la secuencia formada por Hollywood y Venecia, los lugares más irreales del mundo, había saciado definitivamente mi apetencia de un equilibrio emocional. De modo que en mi senectud había conseguido alcanzar por fin la madurez de la edad adulta, como en una película hollywoodiense coronada por un dichoso final feliz”.
He aquí cómo Román Gubern, tenido siempre por sabio con toda justicia, ofrece un rostro personal y literario añadiendo valor y volumen a un libro único que da noticia y brinda análisis de un tema de por sí interesante. En la bibliografía española sobre cine, a cargo de directores y críticos, no abunda, salvo excepciones, este enfoque dual entre la objetividad del conocimiento y la subjetividad de la experiencia.