La vitalidad y vigencia de El gran Gatsby no ofrecen dudas. Cuando en el mercado español tenemos accesibles ediciones de Anagrama, Alfaguara, Reino de Cordelia, Alianza y Sexto Piso, entre otras, Nórdica acaba de publicar una edición ilustrada por Ignasi Blanch y con traducción de José Manuel Álvarez Flórez. A saber si, aunque no sean efemérides muy redondas, esta salida tiene que ver con los 80 años de la muerte de Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), a conmemorar en diciembre de este año, y con los 95 años de la publicación original de la novela en Charles Scribner’s Sons, cuyo mítico editor, Maxwell Perkins, fue decisivo con su tenaz insistencia para que Fitzgerald corrigiera y mejorara su manuscrito. Recordemos con pizca de asombro que, en el mismo año y en el siguiente (1925-1926), Theodor Dreiser publicó -en otra onda, ciertamente- Una tragedia americana y dos íntimos de Fitzgerald, John Dos Passos y Ernest Hemingway publicaron, respectivamente, Manhattan Transfer y Fiesta. ¡Qué racha!, por decir algo.
Confieso que no había vuelto a leer El gran Gatsby -pese a tantas posibilidades- desde mi juventud, a los 18 años, en aquella edición tan cutre -pero tan agradecible- de Rota Viva (Plaza y Janés) y que, luego, mi recuerdo se había dejado mecer y adulterar por las sucesivas películas y por la aureola dorada y trágica de Fitzgerald. Nada que ver. Esta nueva y madura -¡ejem!- lectura de El gran Gatsby me ha dejado maravillado y conmovido, consciente de que el libro va mucho más allá de su leyenda, lo cual quiere, puede y debe sonar a una invitación calurosa a su lectura a cuantos, por cuestión de edad y experiencia lectora, están en mi misma situación y, desde luego, a cuantos, jóvenes o menos jóvenes, no lo han leído nunca.
¿Quién es en realidad Jay Gatsby? ¿Qué posibilidades tiene el pasado de ser rectificado y vivido en el presente de una manera al fin satisfactoria? Estas dos cuestiones son el motor y el núcleo de la novela y encierran, pues su vinculación es estrecha, las bazas de la prolongación de la historia de amor entre Jay Gatsby y Daisy Buchanan.
Nick Carraway, vendedor de bonos procedente del Oeste y de una familia acomodada, vecino de Jay y primo de Daisy, es el narrador, el testigo y, en cierto modo, el mediador de una tragedia que se abre a varios frentes. En 1922, en la primavera y, especialmente, en el caluroso verano, cercano el recuerdo de la Primera Guerra Mundial -que marcó el destino de los principales personajes-, Nick, en el paraíso de los ricos de la bahía de Long Island, cerca de Nueva York, oficia de productor, digamos, del encuentro entre su vecino y “compañero”, el solitario y misterioso millonario Gatsby, habitante de una excesiva mansión célebre por sus desmedidas fiestas, y Daisy, su vecina de la otra orilla, también de posición desahogada, casada con el burdo, violento, infiel y supremacista Tom Buchanan y madre de una niña.
En 1914, antes de que la guerra hiciera sus estragos y torciera muchas vidas, Gatsby y Daisy, todavía soltera, vivieron una tórrida, breve y truncada historia de amor. ¿Qué pasará ahora cuando, distintos e infelices, se vuelven a ver? Con sólo tres personajes fundamentales más -Jordan, una frívola golfista amiga de Daisy y ligue efímero de Nick; Myrtle, la tosca y sexy amante de Tom, y George, el despotenciado y puritano marido de ésta, propietario de un modesto garaje-, Fitzgerald monta y desarrolla lo que, en realidad -y pese al estruendo de las fiestas y el eco del bullir neoyorkino-, es un drama de cámara, magistralmente resuelto en sólo un puñado de intensas escenas. ¿Ningún personaje más? Sí, alguno más, pero, especialmente, Dios. No, exactamente, Dios: los ojos de Dios. Tampoco, realmente, los ojos de Dios: los ojos del doctor T.J. Eckleburg, los gigantescos ojos que, desde el desvencijado cartel anunciador de un oculista y sus gafas, todo lo ven y todo lo miran frente al garaje y la vivienda de George y Myrtle, en la carretera entre Long Island y Nueva York, en el escenario desencadenante del drama final, del renovado destino de todos los personajes. Esos ojos -gran símbolo- que lo escrutan todo, se adentran también en la conciencia, y la conciencia -tanto la conciencia moral como la conciencia entendida como autoconocimiento- juega un gran papel en esta novela, que transcurre por la vida de afuera y, muy relevantemente, por la vida de dentro de los personajes. Y en los dos campos, la capacidad de Fitzgerald de describir y desentrañar con detalle, con profundidad psicológica y con una escritura pletórica de color es deslumbrante.
Pero hay mucho más. Habría que ver si la imagen pública resultante de la burbujeante y desgraciada biografía de Fitzgerald y de su etiqueta como cronista de los locos años 20, los ricos y sus fiestas, no es un filtro y un corsé para asomarse a los otros frentes de El gran Gatsby: las diferencias de clase, el sello aspiracional elitista de Yale y Oxford, la arrogancia de los millonarios con linaje, el desprecio de éstos hacia los nuevos ricos arribistas, la existencia suburbial de un proletariado humillado, el auge de un capitalismo financiero y también religado al mundo del delito organizado, la condena de las mujeres ricas a ser floreros, “tontas y hermosas” como Daisy y atadas al cobijo de sus prepotentes maridos, y de las mujeres pobres como Myrtle, empujadas por sus encantos a ser el juguete de los maridos de las ricas para poder cabecear fuera de la mugre, de ese valle de cenizas, escombros y basura que separa y une Long Island y Nueva York, surcado en doble dirección por los automóviles modernos que son el signo visual y engañoso del progreso de los tiempos para algunos y, como en el caso del cochazo amarillo de Jay Gatsby -¿otro símbolo?-, literalmente el vehículo del drama.
Hay que leer con atención las dos primeras páginas de la novela, en las que Nick Carraway, el narrador, se presenta a sí mismo, adelanta la localización de su punto de vista y deja ver algo de su posición de inicio y de su conclusión. Su padre le había instruido así: “Cada vez que sientas deseos de criticar a alguien -me dijo-, recuerda que no todas las personas de este mundo han tenido los mismos privilegios que tú”. Pese a este consejo, Nick asegura de entrada que Gatsby representaba “todo por lo que siento verdadero desprecio”. Y más tarde: “Gatsby fue correcto al final; es lo que devoró a Gatsby, el polvo inmundo que flotaba en la estela de sus sueños”.
Las tres ideas aquí subrayadas en cursiva son claves para adentrarse en la novela, para comprender la repulsa y la atracción que Jay Gatsby provoca en los lectores, la ambivalencia de su compleja personalidad de luces y sombras, muy bien construida por Fitzgerald lejos del esquematismo. Nick dice que a Gatsby le devoró “el polvo inmundo que flotaba en la estela de sus sueños”. Frases con tanta potencia, belleza y precisión hay muchas en la brillante escritura de la novela, brillante de verdad, o sea, con contenido y calado. Frases de la narración y de los pensamientos de Nick que difícilmente puede recoger el cine. Desde 1926 se han hecho cinco películas con El gran Gatsby. He visto, como la mayoría, dos. Nunca me ha gustado la pirotecnia desmadrada de Baz Luhrmann, ni su versión de 2013 con Leonardo diCaprio. Tenía mejor recuerdo de la película de Jack Clayton de 1974, con Robert Redford, Mia Farrow y Sam Waterston -en el dificilísimo papel de Nick Carraway-, y con guion nada menos que de Francis Ford Coppola, pero vuelta a ver nada más terminar la relectura de la novela, ay, no, no recoge -no puede recoger- toda la dimensión, todos los matices de la gran novela de Francis Scott Fitzgerald.