La vida en el jardín de Reginald Arkell
'Recuerdos de un jardinero inglés' es una novela amable y sentimental, de lectura grata y perfumante del ánimo que, confiada a la bella bondad de su asunto, no ofrece en su linealidad conflictos ni ideas que saquen al lector de un apacible estado contemplativo
Consignemos, para empezar, la evidencia del sustancioso incremento en los últimos años de libros, sean novelas o ensayos, que tienen la jardinería, los jardines y a los jardineros en su cogollo argumental. Quedan aparte los manuales de jardinería y sus parientes próximos, los manuales de horticultura. La bibliografía de obras que reflexionan sobre los jardines o dan cuenta de los beneficios espirituales y de todo orden de trabajar en ellos -pese al sostenido esfuerzo que reclaman- no cesa de aumentar. En esa bibliografía fue un hito una aportación española, el extraordinario ensayo de Santiago Beruete Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Turner, 2016), que cosechó un éxito que todavía colea. Vida en el jardín (Impedimenta, 2019), un ensayo de la novelista británica Penelope Lively, con mucho de memoria personal, nos acerca específicamente a las relaciones entre los escritores y la jardinería y al recuento de algunas novelas que han tenido a los jardines en el centro de sus tramas. Es básico suponer que este interés creciente por los jardines tenga algo que ver con la nostalgia nunca menguante del Paraíso, del bíblico Jardín del Edén, y, más a ras de suelo, con el clásico y acuciante deseo de vuelta a la naturaleza ante el descrédito y las molestias de la vida urbana, sentimiento que también se materializa en el auge de la pasión por los huertos.
Quizá sea este el contexto editorial y cultural en el que aparece ahora en Periférica, y con traducción de Ángeles de los Santos, Recuerdos de un jardinero inglés, del novelista, poeta, humorista y jardinero británico Reginald Arkell (1878-1959). ¡Los ingleses y sus jardines! El título original de esta novela de siempre renovada aceptación, publicada en 1950 y adaptada a la pequeña pantalla en 1980, es Old Herbaceous. En efecto, Viejo Yerbas será el mote de Bert Pinnegar, el jardinero cuya vida conservadora y solitaria nos cuenta la novela desde su infancia de huérfano lisiado, con afición a las flores silvestres, y sus inicios impulsados por su severa pero acogedora maestra, Mary Brain, y su primer jardinero jefe, el viejo cascarrabias John Addis, de algún modo su inevitable destino cuando Bert, después de años y años de trabajo, llegue a ser jardinero jefe en una mansión y testigo que ha visto pasar el siglo y sus guerras. La clave de su retirada, obsesiva, sacrificada y satisfactoria carrera como jardinero será una mujer, Charlotte Charteris, sólo unos años mayor que él, que le contratará como aprendiz de jardinero de su gran casa y con la que se relacionará durante más de sesenta años, los que abarca sobradamente el relato con buen manejo del autor del inadvertido fluir del tiempo.
Digamos un tanto prosaicamente -aunque, en fin, es información- que quienes aman los jardines, las flores, su belleza, su cuidado y sus vicisitudes a lo largo de las estaciones y los años, encontrarán en esta novela un abundante botín, y quienes no sienten una concreta inclinación hacia este mundo no van a llegar a sentirse abrumados con esta novela que, como el Viejo Yerbas, prácticamente no saca nunca los pies del jardín y de la gran variedad de sus frutos, y de los hermosos nombres de sus frutos, y de los procedimientos y precauciones precisos para mantenerlos en todo su esplendor.
Recuerdos de un jardinero inglés es una novela amable y sentimental, de lectura grata y perfumante del ánimo que, confiada a la bella bondad de su asunto, no ofrece en su linealidad conflictos ni ideas que saquen al lector de un apacible estado contemplativo, nunca comprometido por un exceso -digámoslo por si acaso- de lirismo o cursilería. Las solapas -también conviene avisar- aluden al humor y a la comicidad del personaje del Viejo Yerbas, pero uno no ha visto lo cómico por ninguna parte.
El Viejo Yerbas vive en una casita -invisible por dentro- inserta en la finca de la mansión -también invisible-, pero Reginald Arkell apenas nos cuenta nada de su vida más personal, doméstica y cotidiana, quizá -bien entendido- porque permanece soltero y desinteresado de las mujeres. Su biografía no es otra que su ascenso con tropiezos y alegrías en el escalafón de la jardinería y, eso sí, en el prestigio social por su pericia y sabiduría dentro del condado, inquietado al principio por la tozudez inmovilista del viejo Addis y, cuando él ya va siendo viejo o viejo del todo, por las irresponsabilidades, la falta de respeto, las burlas ocasionales y la ignorancia de los jóvenes, de cuya competencia y futuro recela -como casi siempre recelan los mayores- el Viejo Yerbas.
Y es que los tiempos cambian, y con frecuencia creemos que para mal. En la parte final de la novela surge la inclemencia de los despachos de jóvenes abogados, totalmente ajenos a los paternales tratos de los propietarios con solera para con sus fieles empleados, y ésa será, con ciertos tintes melodramáticos, la única aspereza -a resolver prontamente- de esta confortable novela, pues no cabe decir que el señalado tránsito de Bert Pinnegar hacia la vejez y la pérdida de facultades adquiera ninguna dureza.
Hemos olvidado a Charlotte, el ama y la patrona, la joven rica que contrata a Bert, que se casa y enviuda de su invisible marido, mientras, año tras año, sostiene a su abnegado jardinero. Como se dice que es propio de la relación entre el propietario -que tiene sus ideas y sus hábitos respecto a su jardín- y su jardinero principal, Charlotte y Bert, entre la disparidad puntual de criterios y la cabezonería, mantendrán algunas discrepancias sin que las aguas lleguen al río y mientras se consolida entre ellos un trato tan afectuoso como, en el fondo, distante. No he llegado a notar que sea objetivo de Arkell subrayar la diferencia entre las clases sociales o algo por el estilo, como haría un novelista realista con intención política. No. Arkell nos reserva, con la emoción por delante y con artimañas de guionista de cine, una culminación de esa historia de amistad que no es propiamente amistad, mientras a lo largo de su narración, y con pinceladas homeopáticas, ha perfilado un somero bosquejo del paisaje y del paisanaje rural de una Inglaterra -ferias y concursos- en proceso de cambio hacia la melancólica conclusión inevitable: las cosas -y las personas- ya no son ni serán como antes. Tal vez siempre nos queden las fresas de primavera.
Dice Reginald Arkell: “A los cincuenta años un hombre está tan apegado a sus costumbres que sus vecinos conocen lo mejor y lo peor de él”.
Esta observación perspicaz, elegida un poco al buen tuntún por mí entre otras muchas posibles, es un ejemplo de otro ingrediente no menor de la novela: la abundancia y sucesión, al hilo de la sabiduría sobre la vida que va acumulando el Viejo Yerbas -y que ya acumulaba también Reginald Arkell-, de pequeñas frases sentenciosas, juicios, pensamientos y anotaciones sobre el comportamiento y el devenir de la vida, sí, de las personas y de su entorno social.