La popularidad de Colette (1873-1954) y de sus libros goza, creo yo, de una salud vigorosa, refrendada y acrecentada por el manto protector del cine. En 2009, nada menos que Stephen Frears se ocupaba de adaptar de forma sugestiva Chéri (1920), con Michelle Pffeifer, y hace sólo tres años, el también británico Wash Westmoreland abordaba en Colette, con resultados más discretos, un biopic centrado en el primer tercio de la vida de la escritora y protagonizado por Keira Knightley, cuyo escueto perfil físico nada tiene que ver, por cierto, con las contundentes redondeces de la novelista francesa.
Todo un síntoma de la vigencia de Colette, que sigue interesando a los biógrafos, y todo un homenaje a quien también fue actriz, guionista y una narradora muy versionada por el cine. Baste recordar, aunque fue póstuma por poco, la duradera versión de Gigi (Vincente Minnelli, 1958).
Reinstaurada entre los lectores españoles por Anagrama y Acantilado, principalmente, Sidonie-Gabrielle Colette sigue interesando tanto por los ecos de los escándalos —en su día— de su muy libre peripecia amorosa (tres matrimonios, amantes de cualquier edad, bisexualidad…) como por la sostenida modernidad y desparpajo de su escritura y, dentro de ella, por su consiguiente mirada liberal y desprejuiciada hacia las relaciones entre mujeres y hombres, no exenta de mordientes críticas al contextualizarlas en su correspondiente y muy agudamente observado escenario social y psicológico
Acantilado acaba de editar El quepis y otros relatos, con traducción de Núria Petit, libro que -no sé si con la misma configuración- Colette publicó en Fayard en 1943, cuando ya, aunque un año antes de Gigi, tenía prácticamente todo el pescado vendido. Pero lo relevante es caer en la cuenta de que Colette tenía por entonces 70 años, de manera que uno sólo puede rendirse admirado ante la plenitud del talento, la frescura, la gracia, la malicia, la libertad, la inteligencia analítica y, si se me permite, la cachondez, en sentido general, que la escritora disfrutaba a esa edad y en esa época. Así, claro, la lectura de El quepis es una gozada, aunque no exenta de un toque melancólico y amargo.
El volumen consta de cuatro relatos de unas treinta páginas de promedio, una muy buena extensión para ahondar en su argumento y trama y no irse por las ramas ni caer en baches. Tres están contados en primera persona, desde un yo que, al menos en dos casos, es con claridad el de la propia Colette y da noticia, por tanto, de experiencias propias vividas con terceros. Uno de ellos se adentra por inesperados rumbos de intriga criminal -la intriga juega un papel en todos-, justo en aquel en que no comparece lo que aglutina a los otros tres: la pormenorizada descripción de las estrategias femeninas, sobre todo, y también masculinas, del amor, de las maniobras del amor y del sexo, en diferentes edades, con los contextos muy bien descritos; con los paisajes, urbanos o rurales, muy bien pintados, y con los movimientos del cuerpo y del alma, los físicos y los psicológicos, muy bien observados en sus respectivos tiempos y ambientes sociales. Y, ay, con un balance poco optimista respecto al resultado que arrojan, no ya esas estrategias y maniobras de la seducción, que también, sino las condiciones de mujeres y hombres de cara al encuentro y al devenir amorosos.
Del último al primero, Armande cuenta las tribulaciones, en una pequeña ciudad, de Maxime, un joven excombatiente poco resolutivo a la hora de culminar, como desea, su ya antigua relación con una joven de clase superior y muy calculadora y tacticista.
En El lacre verde, Colette rememora sus 15 años y su pueblo natal para, en una narración panorámica, transitar por la experiencia del acecho de un hombre mayor, recrear sus ya famosas buenas y felices relaciones con su madre, Sido, y con su padre y, sin abandonar esa onda, adentrarse en las trapisondas de una señorita que, tras casarse con un viudo mayor, quizás -ya se verá- llevó su afán de heredar y enriquecerse al campo del crimen. Todo lo relativo al ambiente familiar -¡el escritorio del padre!- durante la adolescencia de Colette es magnífico.
En La mocita, Colette da voz a un amigo que, siendo ya muy añoso, le confesó su escarmentada predilección -atención: terreno peligroso- por las muchachas muy jovencitas y le contó, al detalle, su infausta aventura de cincuentón con Louisette, una rolliza quinceañera que, en la campiña, no rehuía sus prestaciones donjuanescas hasta que…Hoy, sólo sea para entendernos, hablaríamos de una mezcla de lolitismo e inocencia en la actitud de la calurosa muchacha ante el incontinente seductor, siendo muy remarcable, con la irrupción de la madre de la chica en el decorado de un castillo, el tono casi gótico que toma la narración.
El quepis es el relato más extenso, el que da título al libro y aquel en el que con más nitidez y detalle aparece la propia Colette, tanto en las circunstancias reales de sus veinte años cumplidos como a través de un tema que muy directamente tuvo que ver con su propia biografía: los apasionados amores de una mujer madura con un hombre muchísimo más joven.
Aunque la traslación no es literal, recordemos que Colette se lio, a los cuarenta y algo, con el futuro filósofo y economista Bertrand de Jouvenel, el hijo de 17 años de su segundo marido, el periodista y político Henry de Jouvenel. Esa historia personal, con algunos rasgos comunes con Chéri, aunque posterior a esa nouvelle, la contó Colette muy pronto y con mayor aproximación en El trigo verde (1923).
Sobre el tejido de su vida en el París de finales del siglo XIX, con “el tío Willy” -como llamaba ella al caradura de su primer marido- en un papel destacado, con efímeras citas de amigos estelares -Marcel Schwob, por ejemplo- y con la mediaciónde otro amigo suyo fundamental, el también escritor Paul Masson, Colette cuenta cómo conoció a una mujer llamada Marco y cómo fue su confidente y asesora -mientras pudo- de su llameante romance con un joven militar.
Marco era una mujer en la cuarentena, sin hijos y separada de su marido, quien no la trataba nada bien, escritora de novelitas por cuenta ajena y a tanto la línea, que vivía modestamente y se había dejado caer por una pendiente de descuido y baja autoestima. En ésas está cuando conoce al joven teniente Alexis Trallard y se lanza con él a una ardiente pasión amatoria que la reverdece, revitaliza, engorda de gusto y, en fin, la pone a cien. Pero…
El amigo Masson, ducho en estas lides, va definiendo con ingenio, y también con mirada indelicadamente masculina, las fases por las que atraviesa Marco en su auge y declive: fase de la odalisca, fase de la yegua de cervecero, fase del cura…Él, faltaría más, lo sabe todo.
Pero es Colette, en su calidad de amical asesora de Marco y de observadora y narradora, quien sabe hacer las más pertinentes anotaciones, de buena conocedora del asunto, sobre las movedizas posiciones que va tomando su madura amiga en su arrebatado y exultante comportamiento con el tenientillo. Colette ve venir los síntomas del próximo batacazo de Marco, precipitados a partir de una aparente tontería, que resulta ser una escena de cruel y terrible patetismo.
El quepis, con sus mimbres de folletín, es una muy buena historia, dotada de un impecable arco dramático, y termina siendo todo un tratado, plagado de perspicaces juicios y comentarios —algunos, muy duros—, sobre las ilusiones en el amor mal fundamentadas. Y, como en el libro entero, la prosa de Colette alcanza momentos sublimes cuando adquiere tonos sentenciosos, describe paisajes y escenas, perfila distintos tipos psicológicos, ahonda en el interior de sus personajes, establece gloriosas comparaciones o, pese a un supuesto velo de pudor que le aconseja hacer ciertas elipsis para evitar escándalos mayores, refiere con osadía y descaro los trajines eróticos de sus personajes.
Escribe Colette: “La felicidad, una vez aceptada, no suele ser discreta; la de Marco, al asentarse, no se mostró demasiado locuaz, pero sí banal. Así me enteré de que, como todas las mujeres, Marco había encontrado a un “hombre único” cada uno de cuyos actos era una bendición a ojos de su deslumbrada amante. No me fue permitido pasar por alto que, además de un “alma elevada”, Alexis poseía un “cuerpo de hierro”. Y aunque Marco no pertenecía, a Dios gracias, a la caterva de cotillas minuciosas y petulantes a las que yo llamo Doñas Cuántas Veces, encontró una forma sutil de expresar, gracias a su expresión confusa o a su turbada reticencia, lo que yo habría preferido ignorar”.
“Doñas Cuántas Veces”… Se hace la púdica, Colette —y hace bien, si así le parece oportuno—, al aludir a lo que prefería ignorar de los actos de ese hombre único de “cuerpo de hierro” con su amiga, pero encuentra una forma de expresarlos. ¿Sutil?