Me da que no muchos gallegos saben que el árbol genealógico de Maradona tiene una de sus raíces primordiales clavada en su tierra. Lo deduzco porque le pregunté a un buen amigo de allí, cultivado y futbolero, y no tenía constancia. Tras expresar su sorpresa, comentó: “Bueno, detrás de casi todos los argentinos hay un gallego, lo que pasa es que los que tienen también orígenes italianos suelen quedarse con el apellido espagueti, que es más pintón”. Como nombre ‘artístico’, se entiende. Lo decía pensando que Maradona tiene una etimología itálica. Y cierto es que su sonoridad induce a asociarlo al bel paese. Pero hay dos datos que certifican que tal apellido es gallego. ‘El Madoz’, o sea el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de ultramar, editado en Madrid entre 1845 y 1850, recogía el término Maradona en una entrada que señalaba: “Un lugar en la provincia de Lugo, ayuntamiento de Ribadeo y feligresía de San Pedro de Arante; con cinco vecinos y 26 almas”. En esa zona al parecer todavía quedan algunos paisanos apellidados como el futbolista.
Así pues, el 10 de la albiceleste campeona del mundo en el 86 porta una importante carga genética española. Pero a pesar de ese detalle relativo a su linaje, que quizá explique su gran afinidad con Fidel Castro, tuvo siempre una relación conflictiva con nuestro país. Aquí nunca le salieron bien las cosas. Por lo menos, en la cancha. El documental Fútbol Club Maradona (qué buen título) recoge su coitus interruptus con la entidad azulgrana. Ya empezaron mal los prolegómenos del fichaje, propiciado por el fino olfato del representante José María Minguella y el enamoramiento que experimentó Joan Gaspart al verle jugar. Fueron a por él a su casa en Villa Fiorito, entonces arrabal del Gran Buenos Aires donde se asentaron, por oleadas, migrantes gallegos e italianos. Pero en el 78 Maradona les pidió una cantidad que no podían asumir y en el 80 (segunda intentona) toparon con la dictadura. Uno de sus gerifaltes les dijo que abandonaran toda esperanza, que el Pelusa no iba a salir de Argentina hasta que no se jugara el Mundial del 82. “Vuestro Mundial”, les espetó a Minguella y Gaspart, que comprobaron que cortejar a Maradona era una maniobra de riesgo cuando una tanqueta les escoltó hasta el aeropuerto para coger el vuelo de regreso a la Ciudad Condal.
En el 82, la operación por fin cuajó. Nada más aterrizar con su selección en Alicante para disputar el campeonato del Naranjito, Maradona confirmó el acuerdo. La afición culé ya se frotaba las manos. Pero tenía que esperar a que terminara la competición para verlo defender sus colores. Aquel campeonato fue un desastre para un equipo descentrado, sometido a un tremendo estrés por culpa de la guerra de las Malvinas, aparte de por la responsabilidad de defender el título conquistado en el 78. Basta escuchar las palabras del Flaco Menotti en la primera rueda de prensa tras el desembarco en España para entender cómo estaban los ánimos en aquella concentración: “Como ciudadano argentino llego orgulloso de que en mi país se presente una unidad nacional que, por primera vez, plantea una lucha abierta contra el colonianismo y el imperialismo que ha sojuzgado permanentemente a América Latina. Venimos con la representatividad de un pueblo argentino que hoy, más que nunca, está unido ante esta lucha antiimperialista que nos ha arrastrado a una agresión de un país que todavía cree que América Latina es adolescente”.
El 13 de junio, en su debut en el torneo y primer contacto de Maradona con la hierba del Nou Camp, el cuadro albiceleste recibió un duro revés: contra todo pronóstico Bélgica le doblegó por 1-0. Luego pasarían de ronda venciendo a Hungría y El Salvador. Pero en la segunda fase tanto Italia como Brasil lo dejaron en evidencia. Intentando olvidar aquel disgusto, El Pelusa arrancó la temporada con el Barça. Empezó muy bien. Nada parecía presagiar el carrusel de desencuentros que se producirían después. La gente se abonó en masa. Durante el calentamiento llenaba las gradas para degustar la magia que atesoraba aquel jugador bajito, con un tren inferior potentísimo y un virtuoso tobillo en la zurda capaz de dejar sentado al defensa más curtido. En los primeros 17 partidos marcó 11 goles y sólo cosechó una derrota.
Maradona y su troupe se acantonaron en un primoroso chalet de Pedralbes. Allí se sentía en la gloria. Pero a su alrededor no tenía a nadie de confianza que le parara los pies en las salidas nocturnas. Al cabo de unos meses, contrajo una hepatitis (versión oficial) que le dejó fuera de juego. Voces cercanas a su entorno afirman en el documental que en realidad lo que le llevó al dique seco fue una enfermedad venérea, producto de prácticas sexuales de ‘riesgo’. Aquel curso ya no pudo aportar demasiado. El Barça vio cómo se esfumaron los títulos grandes, aunque al final disimuló un poco la decepción ganando la Copa del Rey al Madrid.
La segunda temporada tampoco pudo reivindicarse ni demostrar que merecía el dineral que se pagó por él (en torno a 1.000 millones de pesetas). Una entrada terrorífica de Goikoetxea le fracturó el maléolo. Eran tiempos en que la permisividad arbitral dejaba inermes a los artistas del balón frente a semejantes tarascadas. Sobrevino así el desastre. El Barça se desinfló sin su líder. El máximo logro obtenido fue de nuevo alcanzar la final de Copa. En el Bernabéu le esperaba precisamente el Athletic de Goiko. El equipo salió con ganas de revancha pero no pudo con el compacto Athletic de Clemente, que ese año volvería a sacar la gabarra. El partido acabó con una lamentable exhibición de karate. Maradona, que nunca se escondió en las refriegas a pesar de su corta estatura, dio y le dieron. Acabó con la camiseta rajada y muy tocado moralmente. Era el final. Su conflicto con la directiva se recrudeció y llegó Ferlaino con la pasta para trasplantarlo en Nápoles. Los aficionados no lo despidieron con pena, no terminó de ganarse su corazón. Todo lo contrario de lo que ocurrió en la incandescente ciudad italiana, donde vivió un delirio de complicidad y pasión.
Allí fue Dios. Bueno, lo sigue siendo todavía. En las calles hay decenas (acaso cientos) de altares donde se le reza. Una prueba del grado de identificación entre los napolitanos y su 10 fue la reacción del estadio San Paolo cuando Italia se enfrentó a Argentina en las semifinales del Mundial del 90. Alrededor de la mitad de la concurrencia apoyaba a la albiceleste. Básicamente, porque era el equipo de Maradona, aunque también se podrían consignar algunos datos historiográficos que coadyuvaron a aquella ‘traición’ a la squadra azzurra, como el tradicional resentimiento de los terroni contra el norte. Pero en ese periodo cenital de su carrera España se le siguió resistiendo. Cayó en la eliminatoria de Copa de Europa que enfrentó en el 87 al Nápoles con el Madrid de la Quinta del Buitre. Particularmente humillante en aquel cruce fue que hasta Chendo se atreviera a tirarle un caño.
Dice la leyenda que fue en la última noche en Barcelona, antes de partir hacia el mezzogiorno, cuando probó por primera vez la coca. Quién sabe… Lo cierto es que en Nápoles su consumo se descontroló y tuvo como consecuencia una severísima sanción por doping. En ese trance oscuro entró en juego el Sevilla, que moviendo piezas hábilmente ante la Uefa consiguió el nihil obstat para que Maradona iniciara la temporada 92-93 en el club de Nervión. Era su última reválida. Como recoge el Informe Robinson (cuánto te debemos, Michael) dedicado a este capítulo, Maradona intentó aprovecharla. Se puso las pilas con su preparador físico personal. Bajó su peso hasta los 72 kilos que tenía cuando alcanzó su cénit, en México 86. Obtuvo victorias importantes como el 2-0 que le infligió al Madrid en el Pizjuán. Pero Maradona ya arrastraba inercias imposibles de enmendar. Cuando le convocó la selección argentina a un amistoso, se marchó, a pesar de tener partido oficial con el Sevilla (en esa escapada le acompañó Simeone, por cierto). La afición y la directiva ya no se lo perdonaron. El presidente, Luis Cuervas, no supo manejar con mano izquierda la situación, y Maradona, a esas alturas de carrera, ya no aceptaba imposiciones de nadie. Al final, los capos sevillistas concluyeron que tenerle en sus filas no salía a cuenta. Y aunque había firmado por cuatro temporadas, sólo aguantó una. Divorcio más o menos frío. Otra despedida sin lágrimas.
Cuenta un periodista en el reportaje que Maradona no consiguió dejar en Sevilla la cocaína, aunque se esforzaba por distraer el síndrome de abstinencia con tranquimazines, durmiendo lo máximo posible en su casa. Pero, claro, Sevilla es una ciudad idónea para recluirse. Quizá debió fichar por algún equipo noruego para salir de aquello, el Rosenborg o alguno así. En la capital andaluza, al parecer, llegaba incluso a adentrarse con su Ferrari en la 3.000 viviendas para procurarse la farlopa. No hay imagen más gráfica para ilustrar su descenso a los infiernos. El lado oscuro del mito. El que le hace dudar a mi amigo si sacar pecho ahora que conoce su galleguidad. Le entiendo.